Opinión
Autonomía y subordinaciones
Nos guste o no, España es un país político extremadamente «autonomizado», que se asienta sobre una sociedad escasamente autónoma. Resulta curioso que la subordinación social e individual crezca, en relación directa, con el auge autonómico institucional. Y no por la lógica imposición de su capacidad normativa, sino por los efectos negativos que provoca su aplicación, en múltiples aspectos. Desde luego, la proporción de personas capaces de ejercer su propia autonomía resulta cada vez más limitada. Cabría señalar la globalización y la concentración empresarial como elementos decisivos en la sumisión generalizada. No hay duda de ello en clave económica; que no es asunto menor. En este aspecto, cabría afirmar que estaríamos ante un proceso no específicamente español. Sin embargo hay otros factores que, incluso en el terreno de la economía, potencian la relación de sometimiento derivada de la función autonómica, tal y como se viene desarrollando. Entre otras cosas por la complejización reguladora, con las distorsiones que conlleva, para la actividad económica y la subsiguiente compartimentación del mercado. A ello se sumaría la demanda pública, implementada a través de mecanismos, frecuentemente opacos, que generan un clientelismo políticamente subordinado.
Algo similar se apreciaría en el estrecho acatamiento al que se ven obligados los funcionarios de cada uno de los entes autonómicos. Un control favorecido por la menor dimensión del espacio y la población a controlar. El «aquí nos conocemos todos» describe bien esta situación. Pero igualmente los habitantes de todas las Autonomías, padecen limitaciones a su libertad al hallarse supeditados a las cortapisas impuestas en materias tales como la sanidad, y otras muchas, a los ciudadanos de cualquier territorio autonómico, que no sea el suyo. Y lo que es más grave las barreras provocadas por la utilización de la lengua como hecho diferencial, no precisamente en el sentido cultural más noble.
Además, se ha demostrado hasta la saciedad que la proyección del Estado en las autonomías, aparte de agrandar el coste de la administración hasta límites difícilmente sostenibles, conlleva, a la vez, un mayor grado de ineficiencia, y la penetración del entramado político hasta los últimos rincones, no solo geográficos. Portadoras, a escala, del modelo estatal bifronte, paternalista y controlador simultáneamente, las instituciones autonómicas extienden aún más, la cultura de la dependencia del subsidio público. Y con ella las posibilidades de manipulación social en muchos sentidos. La fuerza de la devoción «estomacal» acentúa la subordinación ideológica, en particular a la hora de las elecciones. Solo así se comprende la dificultad del cambio político en determinadas regiones.
La tendencia a la inamovilidad en el poder, a través del control de los resortes para mantenerlo, se convierte en una manifestación grave de la peor corrupción democrática. Aquí se incluyen las relaciones con los medios de comunicación, la «acción cultural» y hasta la «orientación» de la escuela; en ciertos predios de la forma más grosera y escandalosa. Por este camino, parafraseando el título de un libro de G. Therborn vemos cómo el poder de la ideología y la ideología del poder presentan una simetría alarmante.
En síntesis, la política autonómica no mejora las prácticas de la del Estado. La falta de transparencia y el resto de los vicios comunes convierten su discurso en una crónica aplazada, y en muchos casos pueblerina, de maniobras picarescas, más o menos burdas. Eso sí con el toque familiar aumentado, en su espíritu de clan, por la proximidad de sus miembros; con sus filias y sus fobias radicales. Para encubrirlo en la medida de lo posible, o al menos disimularlo, se recurre a la enésima letanía maniquea. De este modo al diagnóstico discriminatorio, que viene siendo habitual, de una patología como la imbecilidad, bastante extendida por todo el territorio hispano, se le añade la componente local.
Ya sabíamos que un imbécil de «izquierdas» es una especie de «luchador por la democracia», o un personaje excéntrico convertido en paradigma de la moral pública; en tanto que un imbécil de «derechas» es simplemente un perfecto imbécil, absolutamente despreciable. A eso se añade ahora, al pasar la «frontera» del burgo autónomo, algún que otro síntoma. El imbécil autonómico (que no autónomo) es aplaudido en su reducto y, aún tolerado ampliamente fuera de él; en tanto que la subespecie española (no necesariamente «españolista») ha de ser puesta en cuarentena y sometida a un tratamiento de choque. Así, se aporta al despreciativo «otrismo» secular, un toque más de división y de enfrentamiento entre los españoles.
A la luz del espíritu y la letra del texto constitucional pactado hace cuatro décadas, algunas consecuencias del régimen autonómico se muestran «manifiestamente mejorables». Sin duda, el desarrollo del Título VIII de la Constitución ha fortalecido las autonomías desde 1978 a hoy. ¿Pero se ha incrementado la autonomía de los ciudadanos? ¿A la mayor autonomía y libertad de actuación de las instituciones autonómicas le ha seguido el mismo resultado para las personas? Parece evidente que no. Léanse a propósito los artículos 138 y 139 del texto constitucional. Los principios de solidaridad e igualdad, entre todos los españoles y los fines de alcanzar un equilibrio adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español, o suenan a hueco o se revelan falsos. ¡Ah! por favor no comulguen con ese interesado disparate de que esto es irreversible. Sería tanto como considerarnos todos imbéciles.
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