Opinión

¿Estamos horriblemente mal?

Hay signos alarmantes, supongo que no soy la única que los ve. Hay demasiada gente que dice que el sistema democrático está agotado. Pese a que ha proporcionado la paz más larga de nuestra historia. Como propuesta alternativa se plantea la confrontación. No se busca el acuerdo, se procura ahondar en la diferencia. El «otro» se convierte en enemigo: el musulmán, la casta, el independentista o el español, el varón o la mujer, según el caso. Los dirigentes moderados se van porque no pueden hacer frente a los nuevos radicales. Merkel cede ante el AFD, la socialdemocracia ante los verdes, Rajoy ante la pinza con Podemos y los nacionalismos. Trump, Bolsonaro, el Brexit, todo va muy deprisa porque ya no hay convicciones duraderas y un ejército de robots rusos puede mutar la opinión de un pueblo en un abrir y cerrar de ojos, lo mismo en EE.UU. que en Cataluña.

La ciudadanía está ávida de cambios, sólo que no sabe cuál pudiera ser el cambio. Estamos en el mundo rico –miren alrededor– pero el lamento material es constante. Y el rencor hacia los supuestos culpables. Las relaciones –no sólo laborales– responden a un hoja de excel coste-beneficio. El individuo está solo en el mundo donde ya nada es permanente, ni siquiera las relaciones padres-hijos. De ahí los problemas con el pago de alimentos o los numerosos progenitores que abandonan a los hijos. Las redes sociales son el modelo de nexo: intercambios puntuales, suscritos a comunes intereses, lábiles, que no crean vínculo.

Si la tremenda soledad se produjese en una sociedad satisfecha, o si la insatisfacción aconteciese en una sociedad cohesionada, la fragilidad no sería tan grande. Pero ambas cosas juntas –soledad e insatisfacción– constituyen una bomba de relojería. En lo individual dan lugar a sujetos como el asesino noruego de la Isla de Utoya. En lo político, al mito.

¿Cuánto tardará en cuajar un liderazgo letal, que dispare una reacción colectiva? El domingo es el centenario de la Primera Guerra Mundial. El sueño redentor de los nacionalismos desbarató entonces la «mediocre» calidad del Imperio Austrohúngaro. Pero el remedio fue la guerra y no parece que Serbia o Hungría lo tengan mejor ahora. Lo mismo pasó en la Segunda Guerra Mundial. Se soñó una sociedad perfecta –nazi– y el resultado ya lo conocemos. Nada está escrito. Conviene preguntarse si estamos tan horriblemente mal. Si de verdad hay motivo para desbaratar el sistema. También si nuestra insatisfacción tiene raíces materiales o más bien responde algo más profundo, a una pregunta, una nostalgia que nos constituyen íntimamente. No me quito de la cabeza al Stefan Zweig que se horrorizaba de la súbita desaparición de su mundo europeo, supuestamente tan inamovible.