Opinión

Qué cabe esperar del Supremo

Solucionar conflictos conforme a Derecho. Así resumiría el cometido de los jueces. Y a esa función principal se le añaden determinadas exigencias, entre ellas y ante todo, la independencia: esa es su seña de identidad. Supongo que a raíz del «lío» de las hipotecas –de eso quiero hablar– más de uno dirá que si así concibo la misión de la Justicia, el resultado ha sido desastroso. No lo niego, es más, no pocos desde dentro estamos consternados, máxime cuando ha sido un «lío» en el que nosotros nos hemos metido.

Permítanme un breve apunte jurídico. Son las leyes –luego el legislador– las que deben resolver conflictos y evitar los futuros porque si son defectuosas los provocan, de ahí la necesidad de que los tribunales las interpreten, ajustando su aplicación al caso concreto y, entre otras cosas, para aclarar lo que tengan de oscuro. Esa labor artesanal va construyendo la jurisprudencia, que es la doctrina que de forma reiterada se va decantando, asentando, al interpretar las leyes y que complementa el ordenamiento jurídico, máxime si la ley no puede abarcarlo todo al detalle. Y el Tribunal Supremo está para hacer jurisprudencia, que no es sino la interpretación oficial del ordenamiento jurídico; queda aparte la Constitución cuyo intérprete máximo es el Tribunal Constitucional.

En la fiscalidad de las hipotecas no había «lío» alguno. Desde hacía varias décadas el Tribunal Supremo venía interpretando una ley –ciertamente mejorable– y lo hacía en un determinado sentido: que el famoso impuesto que grava la firma de un préstamo hipotecario lo paga quien recibe el préstamo. Eso es verdadera jurisprudencia, reforzada con el adjetivo de consolidada. Sin embargo en una sentencia aislada –y digo «una» aunque fueron tres, pero idénticas, con las mismas partes y decididas el mismo día– una de las Secciones del Tribunal Supremo sorpresivamente abandonó esa jurisprudencia, declaró que el impuesto lo debía pagar el banco y lo hizo sin causa, en un asunto nada baladí y en un momento de populismos florecientes.

Ese cambio brusco justificó la intervención del Pleno del Tribunal Supremo órgano que aglutina todas las Secciones –que ha declarado la prevalencia de esa jurisprudencia consolidada frente a esa sentencia aislada que explicaría su discrepancia con esa jurisprudencia consolidada, pero no justificaba la necesidad de cambiarla, lo que, créanme, son cosas muy distintas. Por tanto no estaba en juego el ganador de una partida de esgrima jurídico entre magistrados; tampoco el ganador de una guerra entre bancos y consumidores, luego quien paga el impuesto siempre el cliente–, sino algo de especial calado para el orden jurídico: si el tribunal que hace la jurisprudencia la respeta.

La jurisprudencia no es un fin en sí mismo, ni una realidad pétrea, inalterable. El Tribunal Supremo la hace, cierto, pero no es suya y menos de los magistrados, sino un patrimonio que administra, perfecciona y hace evolucionar, de ahí que deba justificar seriamente su cambio o matiz; por eso elaborada, consolidada y hermanada con la ley que complementa, es ya patrimonio de la comunidad que la recibe y que actúa ajustándose a una ley aplicada e interpretada según esa jurisprudencia. Esto no evita que haya sentencias contradictorias máxime cuando hay masificación normativa y de sentencias, lo que llegado el caso hay que corregir.

Por tanto, el Tribunal Supremo ha hecho lo correcto pero a gran precio y lo grave es que el daño lo ha causado él y así mismo, un daño magnificado por razones que darían mucho de qué hablar: la frustración comercial de ciertos despachos, populismo, banderías vergonzosas en el propio patio judicial, afán por desprestigiar al Tribunal Supremo y de paso al Estado, oportunismo y cinismo político a niveles insoportables, frivolidad al opinar, etc.

Se ha declarado el valor de la jurisprudencia pero a un precio que nunca debió pagarse porque, insisto, si alguien debe respetar la jurisprudencia es el propio Tribunal Supremo. Actuar de otra manera, aun pretextando pragmatismo, habría sido a la larga peor porque cuando se extiende relativismo, el oportunismo, el saltimbaquismo político y legal, es vital que haya una instancia que evite apaños y garantice un mínimo de orden y coherencia jurídica. Y eso se espera de la Justicia, ahora del Supremo.