Opinión

Fondos reservados

Los gobiernos de la mayor parte de los estados democráticos disponen de cantidades de dinero secretas y discretas que años ha fueron calificados como «de reptiles», pero, aunque la palabra pueda recordar a los seres que consideramos zona inferior de nuestra especie animal, ningún estado que se precie ha logrado hasta hoy deshacerse de ellos. De forma menos repulsiva se califican ahora de «fondos reservados». Gracias a ellos los gobiernos democráticos han financiado aquello de lo que no se puede hablar. Y cada gobierno administra sus secretos de la mejor manera posible e incluso chapucera. El director de un semanario barcelonés, ya extinguido, me contó hace años su viaje a Madrid, en la etapa de Adolfo Suárez, para recoger algún dinero con el que alimentar una publicación que estaba agonizando, pero que se significaba por su línea más o menos progubernamental. Era el tiempo del asedio a UCD, formación dividida desde sus inicios como colectivo impulsor de una Transición, cuyos estertores y vicios estamos viviendo todavía hoy. Acudió a lo que era entonces la tan frecuentada Dirección General de Información y Turismo y pidió realizar su encargo ante el que era un apreciado periodista y político fugaz. Éste, en su despacho y ante sus asombrados ojos, abrió un armario rebosante de billetes (entonces todavía pesetas), buscó un maletín y le entregó la cantidad acordada con la propiedad del grupo de información. Tras una breve charla, según me contó, se dirigió, confuso, a Barajas y temió que alguna inspección pudiera comprometerle. No pasó nada. Llegado a Barcelona entregó el maletín y aquellos fondos permitieron seguir durante pocos meses con la publicación. El dinero formaba parte de lo que entonces eran ya fondos reservados. Las democracias disponen de zonas oscuras que tal vez los ciudadanos no debiéramos conocer. Tras las constantes llamadas a la nitidez de la información, las actuaciones de los partidos que gozan del privilegio del poder pueden servirse de fondos que, en teoría, no habrían de llegar nunca a nuestro conocimiento. Pero trascienden y los podemos advertir en formaciones tanto de izquierda como de derecha y hasta de centro. Existen fondos reservados, de reptiles, que chapotean en las subterráneas cloacas del poder. Aparecen en ellas personajes oscuros o casi incógnitos, alguno de ellos trasladado, con sus misterios y falsas defunciones, incluso al cine.

El caso de un comisario de policía que se ha labrado una fortuna con espionajes y cintas, bien conocido desde hace años por tejemanejes que le han llevado a prisión, puede escandalizar, aunque forme una parte burda de lo que calificamos como sistema. Tan grave resulta como la difusión de sus grabaciones que por caminos insospechados llegan a la prensa en momentos oportunos, para que el ciudadano concluya que «todo está podrido en Dinamarca», como en España. Los mecanismos del poder disponen de un reducido margen de maniobra y la utilización de nuestro dinero, vía impuestos, para actividades que poco tienen que ver con la salvaguarda del Estado y más con actividades partidistas y hasta delictivas. El comisario Villarejo, más propio, incluso por su aspecto, del inspector Clouseau, aquel inolvidable personaje de «La pantera rosa», de Blake Edwards, tan siglo XX, constituye uno de los aspectos que entenderíamos cómicos si no resultaran penosos de una España que otrora fue considerada de pandereta. Hoy avergüenza, porque sus secretos de Estado, a los que deberían reservarse, inevitables, algunos fondos, no dejan de ser trapisondas que a la mayoría de la población ni les va ni les viene, pese a que se realicen con dinero oscuro y de todos. No deja de ser curioso que aquellos servicios secretos y familiares que utilizaron automóviles de cristales tintados y se reunieron en la soledad de despachos en obras firmaran recibos del dinero recibido u otros papeles que lógicamente debían acabar en manos de la policía y hasta de la prensa. Cuando una parte significativa de nuestros ciudadanos utiliza a placer un dinero llamado negro, que escapa al fisco, nuestros mediocres espías firman hasta recibos y hasta cuenta de gastos. Tal vez en el Ministerio de Interior se tema más al colega de Hacienda que a los escándalos que acaban propagándose.

Las venganzas en esta indiscreta zona de los estados se sirven frías y, a poder ser históricas, cuando las leyes no pueden ya actuar, si es que logran descubrirse, porque su naturaleza debería resultar secreta y jamás archivada. La tecnología de los móviles y los múltiples artilugios que nos ofrece ahora la técnica reproductora de sonido e imagen puede convertirnos en espías de cualquiera a muy bajo precio. Ya se cuidan bien los financieros de no dejar huellas visibles de sus insospechables maniobras. Sus llamadas, de hacerlas, al Tribunal Supremo no figurarían registradas. El arte del secreto no puede quedar en manos de parlanchines ni utilizarlo como venganza. Los reptiles se observan con cierta repugnancia, pese a su belleza e interés.