Opinión
La (in)Transición
En los compases finales de la película «Las bicicletas son para el verano», Luisito trataba de encontrar un puente entre antes de la guerra y la nueva época que apuntaba al inicio de la primavera de 1939. Había que mirar adelante. Como argumento le decía a su padre: «Ha llegado la paz». Don Luis, envejecido, asustado y sin ilusión respondió con helador desencanto «No hijo, ha llegado la victoria».
A aquellas alturas había cesado la lucha armada, de modo oficial, con vencedores y vencidos, inevitablemente. No había llegado la paz. De la paz a la guerra se pasa en un momento, basta con que los desalmados de turno abran las puertas del templo de Jano. Un empeño fácil, cuando el odio, el miedo y el afán de aplastar al «enemigo» hayan engrasado las cerraduras, con discursos que alimenten esos sentimientos, envenenando las almas de quienes acabarán enfrentándose a muerte. De la guerra a la paz el camino es mucho más difícil.
Llegaba la victoria asentada en una retórica grandilocuente, con la que pretendía legitimarse a sí misma. Pronto, sin embargo, aquella cantinela repetida a todas horas sonaba ya a hueco; incluso para la mayoría de los que combatieron en el bando vencedor. Esos que no tuvieron que exiliarse porque «habían ganado la guerra», pero pasaron de un campo de batalla a otro, entregados a la dura tarea de recomponer un país material y espiritualmente empobrecido. A los de la otra parte, los que «perdieron», las cosas les fueron aún peor. Muchos se quedaron entre el miedo y la represión; otros conocieron el exilio y sus caminos. En 1966 Raimon decía en una de sus canciones: «El año que yo nací (1940) creo que todos habíamos perdido». Tenía razón.
Unos y otros, cada uno a su manera, hubieron de forjar una España mejor para que sus hijos pudieran encontrar las posibilidades que ellos no tuvieron. Fue un esfuerzo titánico. Aquella contienda atroz de 1936-1939 solo tuvo perdedores, redimidos por su sufrimiento y su trabajo. Gracias a ellos, tras los años oscuros, en los que la piedad y el perdón tuvieron conjugación difícil, se logró el desarrollo económico y con él una sociedad nueva, donde el olvido de todos ayudó a cerrar las heridas. En esa España muchas ilusiones tenían cabida y, ¡al fin!, llegaba la paz para casi todos.
Alcanzado el éxito económico, social y cultural, en la década de 1960 y primeros setenta, quedaba todavía una prueba más, recobrar la libertad política. Tampoco era sencillo. Pero los españoles fueron capaces de encontrar un espacio de entendimiento, asentado en la concordia y la tolerancia, para conseguir pasar de un régimen de poder personal a una monarquía constitucional democrática. Lo peor del pasado quedaba atrás.
Había que ganar el futuro y eso fue lo que se consiguió entre 1975 y 1978, con una TRANSICIÓN pactada. Fue la demostración de que los españoles podíamos vivir nuestra historia sin traumas colectivos, aunque no faltaron quienes intentaron evitarlo a todo trance. Pero los que deseaban agitar el fantasma de la guerra civil, o reavivar el rescoldo totalitarista de cualquier signo, fracasaron. La respuesta fue clara y rotunda. ¡Guárdate tu miedo y tu ira, porque hay libertad! Si de algo sirvió la memoria de la tragedia, todavía viva entonces en millones de hombres y mujeres, fue para rechazar hasta el menor atisbo de reproducirla.
Cuando la izquierda alcanzó el poder en 1982, a los líderes del PSOE, algunos de los cuales habían vivido la lucha cainita, o recibido la sombra de la tragedia, como experiencia familiar, y conocido las miserias de los años oscuros, no se les ocurrió «ganar la guerra». Simplemente porque era imposible. La guerra de 1936-39, un desastre nacional, en el que «buenos» y «malos» solo encontraron su patria en la decencia, en el valor moral y en la honestidad, o en todo lo contrario, no en el rojo o azul de sus colores políticos, era cosa del pasado.
Hubo que esperar casi tres décadas a que las generaciones que habían vivido y sufrido la guerra y la posguerra fueran desapareciendo por razones biológicas para inventarse una nueva contienda. Un relato construido sobre otra memoria impuesta a quienes, en su inmensa mayoría, no podían tenerla. Era preciso un discurso, fraguado en la ignorancia, para envenenar otra vez las almas. Pero esa «guerra», de imágenes amañadas y evocaciones sectarias, con huesos enfrentados a otros huesos, tampoco puede tener vencedores, porque es la misma guerra de aquellos muertos, todos, que ya la perdieron cuando estaban vivos.
Se comprende el afán de condenar la TRANSICIÓN, su espíritu y sus símbolos, por parte de quienes desean la revancha; porque a pesar de la retórica actual, no se busca la paz, en libertad, y la justicia. En la primavera de 1939 no llegó la paz, llegó la victoria. Y solo pudo asomar la primera cuando fue acabando esta última. Ahora, en estos compases del siglo XXI, no llegará la justicia, ni mejorará la convivencia, ni serán más sólidas la paz y la libertad, de la mano de la vieja derrota disfrazada de nueva victoria. Así volveremos a ser víctimas de nuestra historia, atrapados miserablemente en un pasado que habíamos logrado superar. Un error, un inmenso error, refugiarse en lo viejo, cuando no sabemos afrontar lo nuevo.
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