Opinión
Luz que agoniza
Hoy me levanté faulkneriano, siempre le fui devoto incluso cuando sus libros estuvieron prohibidos por la censura y lográbamos acceder a ellos a través de librerías semiclandestinas o seminarios tutelados, porque sin darme cuenta en el título he fusionado los de dos de las mayores novelas del maestro estadounidense, «Mientras agonizo», que publicó en 1930 y «Luz de agosto», de 1932. Fue su mejor etapa y la más renovadora. Sé también del excelente filme de Georges Cukor que tituló, «Luz que agoniza», en 1944. Llegué a ello porque me sentí escasamente motivado por las calles nocturnas barcelonesas. A diferencia de otros años y de las de Gijón –quizá el presupuesto barcelonés no diera para más–, el ornato comercial y municipal ha resultado tan poco imaginativo que las luces macilentas dan la impresión de que la ciudad olímpica de 1992 regresaba a los cuarenta. No cabe duda de que los barceloneses que hayan vivido otras etapas sin duda echarán de menos el deseo frustrado de emular los fastos neoyorquinos. Había tomado el autobús no sin dificultades, ya que el glorioso ayuntamiento que nos gobierna ha alterado rutas y números y los viajeros vagan perdidos en las paradas añorando anteriores trayectos. Los urbanistas decidieron sobre mapa los viajes cortos que podrían sumar, aunque los usuarios acostumbran a ser gente ya mayor o turistas, por lo que es constante el interrogatorio del conductor que tan a menudo desconoce otras rutas, salvo la propia.
A este pequeño caos en que nos han sumido, hemos de añadir otros más graves. A mitad del trayecto, se detuvo el autobús y nos vimos obligados a buscar otros medios de transporte. Los patrióticos comités de defensa de la república habían cortado (sobre las siete y media de la tarde del lunes 10 de diciembre) las principales vías de comunicación ciudadana. La multitud de vehículos que circulan a esta hora estaban ya detenidos y llenaban las grandes arterias. En mi autobús viajaba un ciego que mantuvo un breve diálogo con el conductor. Le preguntaba qué podía hacer, porque no sabía siquiera dónde se encontraba. La respuesta, algo cínica, fue: «Vuelva usted al origen, porque en cuanto me dejen, retorno». El ciego insistía en que debía ofrecerle alguna solución. Obtuvo la del silencio. Tomé un taxi y el trayecto tampoco resultó alentador. Tuvimos que dar un largo rodeo. Corría el contador y el taxista se quejaba de que el negocio era escaso. Había menos cenas de empresas, claro, porque la superación de la crisis no ha llegado a los ciudadanos. Una cierta tristeza había podido observar en los rostros de quienes estaban realizando compras navideñas. ¿Qué pasa en una ciudad tan emblemática como Barcelona? ¿Es cierto que el factor independentista catalán ha provocado el desarrollo, en la otra esquina de España, de Vox, cuyos ecos suenan como tambores lejanos? El domingo los independentistas mantuvieron cerradas dos autopistas, vías de entrada y salida de miles de vehículo durante largas horas. Cuando se abrieron las barreras dejaron circular, sin pagar peaje, demostración al tiempo de fuerza y debilidad. En el centro de la ciudad, algunos iluminados que, sin ser –quiero pensar– conscientes de ello, víctimas de un fanatismo rencoroso que altera la convivencia, deseaban hacer patente un conflicto, en esta ciudad, denominada «de las bombas» en la década de los treinta del siglo pasado, aunque por reivindicaciones sociales. El principal objetivo político de un casi inexistente gobierno debería consistir en ganarse la voluntad de aquellos catalanes que no coinciden con sus ideales, pero los ejemplos que estamos recibiendo del resto de Europa tampoco resultan alentadores. La violencia reinó en el corazón de París o en Luxemburgo. Tal vez debiéramos preguntarle al President si esta imagen, que aquí también se dio, debe ser la de la recuperación de las libertades.
Pero recordé que Quim Torra estaba haciendo ayuno en el monasterio de Montserrat. Bien es verdad que tampoco se entiende que los políticos en espera de juicio justo, como asegura Pedro Sánchez, deban afrontar tantos meses en prisión preventiva y cuatro de ellos en huelga de hambre. ¿Hay que llegar a tales extremos? Muchos creen en España que la solución es retornar al artículo 155 de marras. Pero, de ser imprescindible, no haría otra cosa que radicalizar aún más el extremismo. La desaparición de la tan corrupta Convergència y del pactismo que representaba ha dejado el centro político catalán convertido en desierto. El desorden público acarrea otros males, entre los que destaca un visible incremento de la pobreza. La suma de errores que se produjeron y ahora se multiplican permiten una Cataluña dividida al albur de minorías violentas. Torra incluso las apoya e imagina en sus sueños xenófobos al pueblo combatiendo contra tanques, esa vía eslovena que descubrió recientemente. Sigue el descontento, confusión y cabreo general observando a una desconcertada Europa en decadencia. Cataluña podría ser clave de unas elecciones generales que la oposición reclama. Tal vez haya olvidado que el PSOE participó en un inútil 155.
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