Opinión

El engaño de los desesperados

Ayer, después de escuchar hablar a una damnificada sobre ese hombre que asegura sanar el autismo con lejía, en el plató de «Espejo Público», mi querido y admirado Juan Manuel de Prada citó a Chesterton y dijo que en las sociedades que se deja de creer en Dios, se cree en cualquier cosa. Puede ser, claro. O no. Lo que es irrebatible es que en los lugares que ocupan los más desafortunados, aquellos que no tienen suerte ni oportunidades y a los que asola la desesperanza es mucho más fácil creer en lo que sea, para tratar de olvidar que lo suyo no tiene cura. Y es comprensible.

¿O acaso alguien es capaz de asegurar que puesto al borde de sí mismo, justo en el límite del pánico por el propio sufrimiento o quizás por el de un ser querido, no acabará recurriendo, qué sé yo, al echador de cartas de la esquina, a la vidente del cuarto o al sanador que asegura limpiar la energía y prolongar los años de vida de la casa contigua? Los seres humanos somos muy frágiles. Y más aún si acecha la angustia y el desamparo. Y los dos son irremediables frente a una enfermedad imbatible o cuando la muerte ronda.

Aunque también al partirse el corazón. Es en esos momentos cuando, quien cree demanda a su Dios, pero incluso el que está tocado con esa gracia de la fe, si no obtiene respuesta inmediata es capaz de recurrir a la sinrazón. Todo con tal de abrirle la puerta al milagro. Venga de donde venga. De lo divino o de lo más atávicamente humano: esa capacidad para el engaño de los desesperados, siempre tan fáciles de convencer.