Opinión
Lecturas navideñas
Como el Falcon tiene como loco a mi presidente, que revolotea entre Doñana y Lanzarote, he quedado abandonada a mi soledad y he dado en leer a los españoles que tuvieron que morir en el exilio. Empecé con Arturo Barea, cuyas cenizas fueron esparcidas en Gran Bretaña. «La Forja» recoge su infancia en el Madrid de principios de siglo y es una delicia para cualquier castizo. Barea fue de personalidad atormentada, aplastada entre dos barrios, el humilde Lavapiés de su madre, que se ganó la vida como lavandera en el Manzanares, y el de sus prósperos y católicos tíos, que vivían por la Plaza de Oriente.
De ese choque salió un feroz odio de clase que, tras su participación en las campañas de África («La Ruta») lo llevó a convertirse en censor de prensa extranjera durante la guerra, en el Madrid republicano. Con una gran honestidad refiere la crueldad de los tribunales populares, su arbitrariedad. Se mataba entre chiste y chiste, con indiferencia, y cuenta el caso de un hombre cristiano al que denunció un vecino con el sólo ánimo de ahorrarse el dinero de una deuda. De absoluta chiripa se salvó el señalado y, por mucho que pidió de rodillas que se liberase al otro, los milicianos lo sentenciaron al paseíllo entre chanzas: «Hala, arrea y vete a casa y si quieres te vas a rezar paternosters, pero déjanos en paz, que tú has visto mucho teatro». Barea documenta el feroz encono entre anarquistas, socialistas y comunistas; la lucha que entablaron en cada ministerio, la imposibilidad de gobernar un Estado fracturado por dentro.
Como sigue sin volver mi presidente Sánchez, me he dado después a la lectura del famoso Manuel Chaves Nogales. Y me encuentro lo mismo en la revolución soviética. No sólo entre anarquistas, bolqueviques y mencheviques, sino dentro de un mismo partido. Muertes brutales, bestialidad, absoluta arbitrariedad. «Lo mismo le daban a uno un tiro por obedecer a los bolcheviques que por no obedecerles» («El maestro Juan Martínez que estaba allí»). El testigo documenta cómo los rojos rodearon a los anarquistas reunidos en una casa de Moscú, la bombardearon sin misericordia y cazaron a tiros a los pocos que pudieron huir: «Se acabó el anarquismo. No quedaron ni los rabos». Chaves Nogales se exilió en Francia y murió en Londres. Los dos hombres son testigos de la estupidez humana. De cómo las ideas enconadas son excusas para expresar la maldad. De cómo el fanatismo arrasa las sociedades. De cómo las sospechas acaban volviendo paranoicos a los hombres, que terminan espiándose y encarcelándose entre camaradas. La verdad, deberían de ser de lectura obligatoria en las escuelas. Los dos autores documentaron con honestidad, porque a los dos su militancia los llevó a morir lejos de España.
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