Opinión
Liverpool, ciudad abierta
El entonces semiclandestino, aunque tolerado, Institut d´Estudis Catalans mantenía desde finales de los cincuenta del pasado siglo un acuerdo con algunas universidades británicas, como la de Liverpool, para enviar profesores que pudieran a la vez ofrecer algún curso de lengua o literatura española y catalana. Mi predecesor, Joaquim Molas, había elegido como preceptivos a quien le sustituyera los relatos de Salvador Espriu. Pero el viaje a Liverpool (nunca antes había abandonado el país) se me presentaba complejo. Se trataba de llegar en tren hasta la frontera de Portbou, pasar a la línea francesa de Hendaya, tras un exhaustivo control de equipaje. Desde allí podía alcanzarse Calais y tomar el ferry hasta Dover: nuevas aduanas y en otro tren hasta Londres y cambiar de estación para enlazar con la de Euston hasta Liverpool. Era un largo viaje no exento de controles y pasaportes. Elegí la solución más fácil, recurrir a la legendaria agencia Cook que disponía de una sucursal en el Paseo de Gracia barcelonés para organizar el periplo. La efectividad británica, que mantenía aún enhiesta su condición imperial, se mostró resplandeciente. A mi llegada a Hendaya descubrí ya a un individuo con un cartel con mi nombre que resolvió cualquier incertidumbre. Viajar por Europa en 1961 era aún una aventura compleja. En otro posterior tomé mi primer avión, todavía de hélice, que cubría el trayecto París-Londres. Surcar los cielos fue más agradable que aquel primer destino a Liverpool, ciudad dividida por las aguas, gris, todavía industrial, con un centro sin historia aparente.
Las incidencias fueron mínimas, no así las sorpresas, porque descubrí la confortabilidad decimonónica de sus trenes, tapizados con un estilo british característico, femenino, sensible, apto para tomar el té. Ya en tierras británicas aparecieron un par de compatriotas pícaros que trataban de sortear al revisor, porque no disponían de billete. La diferencia entre la España que había dejado atrás y los nuevos paisajes irían teñidos de un cierto complejo de inferioridad. España no formaba parte de aquella Europa desunida, aunque pujante y rica. En uno de los viajes que realicé desde Liverpool a Dublin, en el hotel donde me hospedé, se mostraron atónitos ante el pasaporte. Ningún español se había albergado todavía allí. Tal vez en la mente de los británicos de hoy subyacen los tiempos de una Europa compartimentada, multirracial y plurinacional, que prefieren. El Departamento de español –en las universidades de aquí todavía se organizaban los estudios en torno a las poderosas cátedras– estaba dirigido por un especialista en Calderón, aunque tan solo en parte de su obra– cuando aquí las oposiciones se realizaban sobre el conjunto de lengua y literatura españolas. El profesor Sloman era héroe de guerra de la RAF y se ocupó más tarde de fundar otra universidad británica puntera. Mi primera impresión, al llegar, fue de sorpresa. Se organizó una reunión dedicada a darme la bienvenida e inmediatamente destacaron a un profesor para que se ocupara de los posibles problemas burocráticos que pudieran surgir. Fue mi buen amigo el historiador Derek W. Lomax, formado en Oxford, y católico a la inglesa. Pronto nos hicimos buenos amigos, aunque mi referente era otro profesor y militante laborista Hall. En su casa, tras una cena familiar, grabó algunos poemas míos con un respeto que no merecía.
Lomax me acompañó inmediatamente al banco situado en la propia universidad, siempre en obras, donde su director amablemente me dio ya talonarios por si necesitaba dinero, antes aun de haber cobrado mi primera nómina. Viajé con Lomax a Dublín y vino más tarde a una España que ya conocía, tan distinta de la de hoy. Inicialmente me instalaron en un Colegio Mayor, cuyo comedor estaba presidido por una mesa sobre tarima en la que todos sus ocupantes vestían toga excepto yo. Nunca la he exhibido ni dispongo de ella. Entre los profesores existía cierta solidaridad que implicaba también soltería al margen de la edad. Mi compañero en la mesa, por ejemplo, era un profesor de física que, según me enteré más tarde, había vivido años en la India y en aquel «college» se había montado una habitación insonorizada para escuchar música, clásica por supuesto, a la que fui invitado en más de una ocasión. Tras la aparente frialdad británica se ocultaban vidas apasionantes o, al menos, así me lo parecía, otorgándome cierta condición de provinciano. Aquel quería parecer un gran país o mantenía vivo el recuerdo de haberlo sido. El galés era la página de un periódico local y los escoceses mantenían su identidad, en aquellos años, sin otra intención que diferenciarse de los ingleses. Gran Bretaña se hallaba en lenta decadencia, aunque fuera menos perceptible gracias al eficaz gobierno laborista de entonces. Nunca oí hablar a los estudiantes de «Los Beatles». Tal vez aquel país que descubrí sustente ahora malamente su Brexit, pero puedo entender que según su criterio los contradictorios «continentales» hayan dejado de interesarles, si logran mantener indemne la City.
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