Opinión

Pepe

Me escribe mi amigo Miguelañez para decirme que José Heras, compañero de colegio en San Antón, falleció en Nochebuena tras una larga y dolorosa enfermedad. Se me llenaron los ojos de lágrimas y la memoria, de imágenes. Pepe se me ha aparecido con aquella camiseta naranja con adorno verde fosforito que se compró en París para impresionar a las francesas. También lo he visto contándome su metodología para ligar y en aquel viaje a Lisboa en el que, una mañana, durante el desayuno, se puso a besarnos a todos en la cabeza porque, a veinticinco años de salir del colegio, nos seguía queriendo como buen camarada de aulas. Lo he recordado en aquel paso por Córdoba en que conocí a su esposa, una mujer extraordinariamente bella y agradable, de esas que uno se pregunta qué ha podido ver en un hombre tan feo como Pepe para responderse, al final, que lo que ha descubierto es una inmensa bondad mucho más atractiva que las galas del metrosexual. Los que lo conocimos sentimos un lacerante vacío que a mí me lleva a preguntarme por esa estupidez humana que se empeña en la destrucción y el fanatismo cuando la vida apenas es un soplo.

Pepe no es el primero que fallece de la promoción –¿dónde, por cierto, ha ido a parar la mayoría en esta España que discurre de la Transición a la crisis crónica de hoy?– pero me ha afectado especialmente. Me pregunto si Dios ha querido llevárselo quizá porque era de los más inocentes y, como me ha escrito mi amigo Ricardo, no bueno sino lo siguiente. A lo mejor ha sido un gesto de compasión del Altísimo para que Pepe no tenga que contemplar lo que, velis nolis, vivirán millones de españoles. Quizá es que, simplemente, le llegó el veredicto inapelable de la muerte y tuvo que salir al frente como lo hacía en clase cuando pronunciaba su apellido cualquier profesor. Tenía una desconfianza profunda y casi cómica hacia el clero, pero yo espero que, en el último momento, se haya aferrado a Dios para encontrarse con Él al otro lado. En ocasiones, me he imaginado cómo debe ser la llegada al Paraíso. Me digo que sería hermoso que cuando tenga lugar me diera la bienvenida Pepe vistiendo aquella camiseta naranja de resplandeciente adorno verde con la que, con gesto torero, decía «Jolie!» a las parisinas.