Opinión

Otra ciudadanía

Un antiguo alto cargo del Partido Popular dijo en su día a un conocido: «Fulano, ¡no creerás que yo soy de derechas!» (Pongo pocas exclamaciones para ahorrar espacio.) Esa actitud, mantenida –con alguna valiente excepción– durante décadas, le va a costar ahora al PP un precio todavía por calcular. Si es que alguna vez acaba de pagarlo.

Desde estas páginas lo advertimos en multitud de ocasiones. Daba igual. Parecía que nunca llegaría el momento en el que el centro derecha de nuestro país se viera enfrentado a la tarea, que entonces le correspondía a él, de elaborar una alternativa a un consenso imposible de romper. De esos que condenan al que se salga al aislamiento y al soliloquio.

Pues bien, ese momento ha llegado, con la desventaja de que ahora la iniciativa no la tiene ya el centro derecha. La tiene otra fuerza, surgida aquí del levantamiento secesionista catalán y, en el fondo, de un hartazgo general ante la arrogancia de quienes se creyeron llamados a cambiar el mundo según sus gustos y sus obsesiones.

La obsequiosidad practicada por el centro derecha se ve por tanto sometida a un test de fondo. El primer tropiezo ha sido la cuestión de las leyes de igualdad y de violencia de género de Andalucía. Son dos disparates jurídicos y políticos, reconocidos como tal en privado por mucha gente, pero ante los que no había respuesta alguna.

Vendrán otros: la memoria histórica, la educación, la familia. También la inmigración, que el Gobierno de Pedro Sánchez, disfrazándose otra vez de universalismo postnacional, ha utilizado como una provocación. Le corresponde al PP desactivarla. Va a ser un trabajo deslucido, arduo y seguramente poco rentable. Obligará a pactar y tal vez gobernar con elementos políticos considerados indeseables.

La mejor forma de prepararse para lo que queda por delante será comprender que está naciendo una sociedad nueva, que exigirá instituciones reforzadas en su credibilidad y, al mismo tiempo, más fragmentada y más ruidosa. La docilidad es cuestión del pasado. Será una prueba para la democracia. No bastará con decir que los electores no saben lo que votan. La ciudadanía no equivale ya a una posición ideológica previa. Todos lo somos, le guste o no a las elites que han gobernado hasta aquí.