Opinión
Paisaje de invierno
Propongo hoy, en la cuesta de enero, un viaje al pasado, ahora que tanto se habla de la memoria. Les invito a volver al paisaje de mi infancia en las Tierras Altas de Soria. El paisaje, como saben, es en gran manera un estado del espíritu –fíjense en el paisaje político, que cada uno ve de un color distinto–, pero, a la vez, es lo único que permanece, lo único reconocible cuando uno vuelve después de muchos años. Advierto que ésta es una tierra desolada y pobre, que tiene poco que ver con las llanuras castellanas. La componen lomas y cerros, barrancos y bancales con anchos ribazos, cabezos y laderas. Tierra pelada, abrupta, mineral y caliza, con alma, pero sin almas. Tierra solitaria, cuya grandeza estriba en su elementalidad, sin un adorno inútil y en la luz asombrosa que la baña y que realza las ruinas.
El tiempo es hoy desapacible. La oscura barrera de nubes se agarra a la Alcarama. De rato en rato viene un algarazo. Después vuelve a brillar el sol, un sol desfalleciente que ilumina la mampostería de las casas y hace brillar las piedras sueltas de la calle. En la lejanía, la sierra de Oncala luce un azul cárdeno. Hay que abrigarse bien. La boina y el tapabocas no estorban. Si están ya dispuestos, tomamos el camino del raso. Dejamos el pueblo a la espalda, extendido sobre el bisel del costero, rodeado de las herrañes y de una cenefa vegetal que sube del barrando. El campo está yerto por la helada. En la loma de la Cereda aguanta el amarillo pálido del rastrojo de centeno, y en Valdezaguera, donde tienen los zorros sus madrigueras, los ulagares enlutan la ladera e invaden los estrechos pegujales. En los huecos de las umbrías quedan manchas blancas de la última nevada. Un cazador recorre despacio con su perro las llecas de las Cuerdas del Castillo en busca de la liebre encamada que levantaron ayer las ovejas. En la barbechera el viento, que viene de la Cruz del Cerro, sopla cada vez con más fuerza y arrastra cardos y matojos. Unas urracas buscan cobijo en las tainas de los cortinales. Un pastor, envuelto en su manta de cuadros, ha prendido fuego a unas ulagas en las lastras. El penacho de humo es el único adorno del paisaje.
El cielo se oscurece y viene otro algarazo. Lo mejor es volver a casa y refugiarse en la cocina, al amor de la lumbre. Pero hace, ay, muchos años que la casa está cerrada y el fuego, apagado.
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