Opinión

Ay, los británicos

No hay quien no sepa que existe una histórica y absurda rivalidad entre españoles y británicos. Nuestro Brexit particular viene de hace unos quinientos años. Dicen que todo comenzó con el gordo de Enrique VIII, que debió de ser un tipo bastante indeseable y caprichoso. Se casó, como saben, con Catalina de Aragón, hija de la todopoderosa Isabel la Católica, «descubridora» de América, para mantener los lazos con España.

Pero Catalina no le dio ningún hijo varón –entonces se desconocía que el asunto del sexo lo determinaba el hombre– y decidió divorciarse de ella sin más. No contaba con que la española tenía el carácter de nuestra tierra y que le plantaría cara, pero ella lo hizo y consiguió poner al Papa de su parte y que éste se negara a conceder la anulación que demandaba Enrique. El rey, que además un tipo extremadamente iracundo, se enfadó muchísimo, maldijo a los extranjeros miserables y se separó de la Iglesia Católica.

Desde ahí hasta Gibraltar pasaron mil cosas que no hace falta que les cuente, pero conviene recordar que cada una de ellas fue reforzando ese enconamiento británico, que pasados los siglos no ha desaparecido ni miajita.

Tanto es así que ahora que estamos en la era de la buena alimentación, en la que se rinde culto a la dieta mediterránea, los británicos no podían dejar de echarnos la culpa de sus gorduras y sobrepesos, bien construidos a base de mantequillas, azúcares y las «chips» que acompañan a su «fish», y han optado por señalar ¡al aceite de oliva! entre los ingredientes malditos considerados «comida basura». Como lo leen. Y luego pretenderán vivir lo mismo que nosotros. ¡Ay, los británicos!