Opinión
Fernando Sebastián, nobleza baturra
Tenía nobleza aragonesa, humor meridional y coraje español. Nacido en Calatayud, eligió para su final la inmensa bahía de Málaga, plena de luz desde su alta casa. Se muere una persona con unánimes simpatías. Fernando Sebastián era de una pieza, alto, vigoroso, desmentía untuosidades clericales, de voces melifluas o aflautadas. Iba respetuosamente, pero directo, a la diana. «Cristina –me dijo cuando yo me lamentaba por el presente eclesial– lo hemos tenido todo, universidades, escuelas, predominio cultural y social. Tal vez, ahora, el Señor quiere que lo perdamos todo para volvernos a Él».
Siempre en paz, tranquilo, y no por ello menos alerta, universalmente interesado. Ya se ha dicho que estudió en París y Lovaina, fue gran canciller de la Pontificia de Salamanca, clave en la Conferencia Episcopal en la transición, que dio claridad con un documento señero sobre terrorismo.
España le debe mucho y, en cambio, él destilaba agradecimiento. Recuerdo una entrevista en el Encuentro Madrid en la que José Luis Restán le preguntó cuál era el saldo de haber gastado la vida en servicio de la Iglesia. Dio un respingo: «¿Gastado? ¡La Iglesia me lo ha dado todo a mí!».
Con la clarividencia de los tontos y los sencillos, yo afirmo que Fernando Sebastián fue santo. Qué alegre y fuerte estaba en octubre, cuando compartió escenario con María Teresa Fernández de la Vega, en la Fundación Pablo VI. Allí me contó que trabajaba divinamente con Alfonso Guerra. Ha frisado los 90. Qué corta se nos ha hecho su vida.
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