Opinión
Madres
La mía nació el 2 de febrero de 1925. Murió con 74 años. Estaba muy cansada. La vida no le había tratado demasiado bien. Era la mayor de muchos hermanos y, desde los cinco, tuvo que ir con su padre a trabajar el campo. Se agarraba por detrás a su pelliza y caminaba dormida, hasta que caía y su padre la levantaba a besos. Su gran pena era y fue siempre no haber ido a la Escuela. Aprendió sola a leer y a escribir, con esa escritura en la que se tardaba una enormidad en poner María. María, se llamaba también Candela de segundo. Nombre que eligió, ya de mayor, para su denei. Mi madre era de una belleza extraordinaria. Y de un talento artístico inmenso. Podría haber sido una gran actriz o escritora. De hecho, cuando murió descubrimos un cuaderno lleno de relatos suyos. Era también inteligente y difícil. Yo, como tantas hijas con sus madres, la peleaba mucho. No me gustaba verla ni frágil ni dominadora. Me desesperaba su tristeza y falta de vida propia. Me dolía no poder darle lo que necesitaba, me sentía culpable. Yo la quería a mi gusto, como todas las adolescentes.
Con el tiempo llegó un día en que me descubrí hablando como ella, diciéndole a mi hijo lo que ella me decía, encajando en sus faldas y sus zapatos, cocinando a su manera. Llegó un día en que me miré a la espejo y la vi. Mamá, dije. Y el reflejo sonrió. Porque a las madres se las lleva tan adentro que nos vamos convirtiendo en ellas mismas. Y yo quiero, si se puede elegir, volver a su útero a dormir. Cuando me vaya.
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