Opinión
El proceso
En este país, a diferencia de otros, hacemos las cosas muy bien. Nos autocomplacemos y nos rodeamos de banderas de todo tipo. Valoramos tanto su papel simbólico que hasta nos envolvemos en ellas. Cuando niño, recién terminada la guerra incivil, antes de comenzar las clases, formábamos en el patio de cemento del colegio y se alzaba la bandera única, mientras se cantaban himnos falangistas. El preferido era «Montañas nevadas, banderas al viento...». Luego, acudíamos a misa y cada tarde, al rosario. Eran los mejores e inútiles momentos del nacional-catolicismo, que no fue sólo cosa de libros, porque todavía algo de ello permanece. Somos dados a las banderas, aunque menos que Estados Unidos. En una ocasión fui a un cementerio en Austin y quedé asombrado por la cantidad de banderitas estadounidenses colocadas junto a las tumbas. Esta furia simbólica no afecta tan sólo a la enseña nacional. Se expande milagrosamente por los ámbitos nacionalistas y Barcelona –y no digamos Vic o Girona– han logrado colorear lugares que, en el caso barcelonés, amante de la noche, muestra ahora una tristeza desértica en horas nocturnas. Cosa de la crisis, que dice que se va y vuelve. En muchos balcones cuelgan esteladas y pancartas reclamando la libertad de quienes ahora van a soportar el largo proceso que despierta curiosidades morbosas incluso en otros países, siempre al tanto de qué desgracia descubren aquí, fruto de alguna bandera, ya sea de la II República, carlista, del Barça, del Madrid o de los múltiples partidos políticos que disfrutamos o de cualquier entidad que se precie de poder ser banderizada.
Las cifras del presupuesto que presentó el Gobierno, como es lógico, no podían gustarle a una oposición tría y unitaria que se lanzó al cuello del corderito Sánchez con los peores modos. Según parece, al abstenerse los independentistas, cómo no, desembocaremos ya en elecciones anticipadas que pondrán el alma en vilo en votantes que habrán de elegir en poco tiempo a munícipes, representantes en Europa, en comunidades autónomas –salvo en la asombrosa Andalucía–, capaz de remover entrañas en el PSOE y en una izquierda temblorosa. Ha surgido el monstruo de las cavernas, Vox, que sigo entendiendo como parte de mi educación escolar, los diccionarios del mismo nombre que nos permitían llegar hasta Cicerón y a Catilina que abusaba tanto de nuestra paciencia, hasta siglos después. Se escuchan ya fechas alternativas, tambores convocando elecciones generales, aunque el país seguirá rodando por la pendiente, mientras la justicia, en lo suyo, independiente sí, pero abriendo un proceso que cualquier insensato, de interesarle, podrá seguir a lo largo de meses. En su inicio los jóvenes de Arràn, de los que oiremos hablar demasiado, ya cortaron una autopista, algunas carreteras, así como arterias barcelonesas como signo de protesta. Entramos, pues, en los tiempos de una cólera o desengaño que arrastramos desde hace años. Nada sé de leyes, pero los magistrados –confiemos– no pueden alterarse por manifestaciones por multitudinarias que sean, en una u otra ciudad y aún de signos diversos. La Justicia, se dice –aunque se dude– se rige por la imparcialidad de leyes asépticas, aunque a diferencia de las fórmulas matemáticas, resulten interpretables. El Tribunal Supremo reúne entre sus miembros, lo que eufemísticamente se califica de corrientes interpretativas y, pese a la condición inicial de inocentes –aunque lleven tantos meses en una suave trena– el largo proceso provocará encontradas interpretaciones.
A Franz Kafka le publicaron en un ya lejano 1925 una novela que se titulaba «El Proceso». En su condición de judío y checo, que escribía en alemán, próxima al surrealismo y al absurdo, sin marchamo de escuela, relataba la tragedia de K, un joven apoderado que es detenido, nunca sabe por qué ni por quiénes y siempre desconoce las acusaciones de un ignorado tribunal que acaba condenándole a muerte. Tras la novela se ocultan también las infelices relaciones amorosas del autor con Felice Bauer. Cada uno de los políticos en este proceso que acabará en los tribunales de Estrasburgo, según proclaman ya jueces y abogados, abordarán actuaciones de parte de los independentistas, porque otros eligieron un dorado y poco épico exilio europeo, dicen que para que Europa visibilizara Cataluña. No pueden compararse las situaciones de Puigdemont y Oriol Junqueras durante los meses que uno ha permanecido en prisión y otro organizando el recambio de una corrupta Convergència de nuevo integradora. Uno declarará ante un tribunal y otro, muy y mucho President, se tomará unas cañas, belgas por supuesto, y utilizará el Skype. El otro President, Quim Torra, seguirá repitiendo que a él, nada le importa cómo vivan los catalanes, ni siquiera los independentistas, porque su sagrada misión consiste en proclamar, como aseguró desde los orígenes de su mandato, la república catalana, que en versión tumultuaria fue vista y no vista. Pueden leerse todavía en algunas calles inscripciones que aseguran «Som una republica»: extraña combinación de ilusiones, programas, realidades virtuales e inquieto presente, fruto de seculares frustraciones. Se eligió el despeñadero.
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