Opinión

Un corte de mangas

En una conversación imaginaria entre Karl Lagerfeld y Chanel, el diseñador responde a la descarada «mademoiselle», quejosa porque la continuación de su legado era, a su entender, una copia de sus trajes de tweed, que lo mejor que hizo fue mantenerla viva. No hay mayor declaración de amor y de soberbia. Son dos artistas que llegan al siglo XXI vampirizándose. Sin uno, no existiría el otro. Chanel ocuparía un lugar de honor en un panteón mustio al que de vez en cuando se acercaría el presidente de la República a tornar en incienso el mal olor de la época. Brigitte Macron como si fuera una Jackie Kennedy putrefacta, que en lugar de una chaqueta ensangrentada lleva un chaleco amarillo. Y Lagerfeld estaría perdido en el laberinto donde aún yace atrapado Yves Saint-Laurent, en el tormento de drogas, sexo y puñales oscuros que fue el precio de su talento.

Si los seres humanos pudiéramos tomar el relevo de los difuntos a la manera de Chanel no moriríamos nunca. Saint-Laurent y Lagerfeld coinciden en el tiempo, y tal vez tocaran la misma carne. Nada más. Lagerfeld tampoco se entendería sin la conexión de los modernos (Chanel) y los posmodernos (él mismo), esa forma warholiana de hacer de la propia imagen una de las razones de estar en el mundo. Lagerfeld puso sorna al dolor de crear y hacerse viejo, a la maldición que le suponía engordar, a todo lo que no le resultara perfecto. Hoy no se entienden esas ácidas sentencias como del siglo XVIII en la que Lagerfeld vivía con gafas negras en lugar de una tez empolvada. Entonces no existía lo políticamente correcto, ni una frase hacía un todo. Los hay más antipáticos y la horda mediática les hace la ola cuando su lugar sería la guillotina. Al cabo, Lagerfeld fue eso que se llama un adelantado, un hilo suelto que recordaba a su madre, siempre ese hilo invisible, desde Balenciaga. El «Rosebud» de la costura. Si se tira del tiempo, Lagerfeld sería un drácula iluminado por Kubrick. Ayer murió un dios, y el mundo ni se inmutó. Las aceras siguieron el ritmo del tacón de las mujeres. Una jungla que el ya no vivo intuyó. Igual que Galileo supo que la Tierra era redonda. En cualquier escaparate hay una sombra de su ingenio. Aquí yace, pues, el hombre que pergeñó el mayor corte de mangas.