Opinión

La infamia

Durante la guerra, en el bando republicano se celebraba la fecha del 18 de julio como la del inicio de la revolución. Manuel Azaña, como presidente de la República, aprovechó la ocasión para pronunciar en Barcelona, en 1938, el famoso discurso de la Paz, la Piedad y el Perdón. El texto tenía una marcada intención política y animaba a hallar alguna clase de solución pactada. Azaña daba por perdida la guerra desde septiembre de 1937 y la Segunda República por acabada desde el mismo mes de julio, precisamente cuando se desencadenó la «revolución». El discurso no fue bien recibido y El Socialista censuró la palabra «paz» en su «transcripción». Por entonces el estado de ánimo de Azaña estaba ensombrecido por lo que consideraba la traición de Negrín, echado en manos de los comunistas, y por la represión desencadenada en el bando «republicano».

El 18 de agosto de ese mismo año, escribió en su diario: «Tarradellas me cuenta que ayer fusilaron a 58. (...). Horrible. Indignación mía por todo eso. A los ocho días de hablar de piedad y perdón, me refriegan 58 muertos». El desánimo le había llevado a escribir un año antes «La velada en Benicarló», una dura crítica de la conducta de la guerra en su propio lado, que fue recibida con un silencio sepulcral entre el exilio republicano cuando se publicó. Ya en Francia, Azaña escribió a un amigo que en un futuro, si no se quería ver a España convertida en un «pudridero», sería necesario quemar «no solamente las bambalinas y los bastidores, sino la letra y la solfa de las representaciones caducadas».

La lectura más distraída y desatenta de los textos de guerra y exilio de Azaña lleva a una conclusión: habrá poco que reivindicar en el lado de Franco, pero no hay más del otro. El discurso de la Paz, la Piedad y el Perdón es también un texto confesional, un tipo de literatura que Azaña practicó más de una vez. Exponía el drama de quien no podía dejar de sentirse personalmente responsable de la tragedia que estaba protagonizando. De ahí la invocación final, en la gran oración que cierra el discurso, a «la patria eterna», la misma que habrán de escuchar sus hijos «cuando el genio español vuelva a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción».

Resulta literalmente alucinante que un presidente del Gobierno español, 75 años después, se permita volver a sacar estos sucesos atroces como medio para equiparar a sus adversarios políticos con los enemigos de la «República». La sacralización de Azaña y la delirante reconversión de la Segunda República en el mito fundador de la Monarquía parlamentaria demostraban que la izquierda española nunca había revisado críticamente el pasado. El cinismo de Pedro Sánchez, que ha incluido en su «road show» de propaganda electoral la tumba de Antonio Machado, va más allá. Es una infamia, y una coz al legado del último Azaña.