Opinión
Un juicio terapéutico
Hay un fábula –cuya autoría no recuerdo– sobre un padre que invita a su hijo a saltar sin miedo desde una tapia y que, en lugar de recogerlo, lo deja estamparse contra el suelo. Pretende la moraleja que de este modo enseñaría el progenitor la necesidad vital de no fiarse de nadie. Algo así está pasando con el juicio del llamado procés. Que en el castigo llega el aprendizaje.
España es una democracia joven y no parecía tener claras cosas simples. Por ejemplo, el valor del respeto a la ley. O que el Estado es lento, pero rotundo en su justicia. O que la soberanía nacional reside en los ciudadanos españoles. Repasar en la sala del Tribunal Supremo y en los medios los hechos del 1 de octubre en Cataluña, está teniendo un valor pedagógico incalculable. Estoy segura de que no sólo en Cataluña, sino en el resto de España mucha gente desconocía la gravedad de los hechos perpetrados. El incumplimiento de la ley ha sido tan flagrante durante años (enseñanza del castellano, referendos de autodeterminación en pueblos y capitales de provincia, embajadas independentistas, presiones a los funcionarios y ciudadanos no nacionalistas) que los catalanes constitucionalistas se sentían abandonados. «Si se quieren separar, que se separen» se oía decir, por puro cansancio, por toda España.
Los nacionalismos –las ideologías excluyentes en general– se llevan mal con la realidad. Reinventan los hechos, construyen su versión, entonan un lamento, acaban acosando. En Cataluña ha prendido una idea que pretende reducir a nada los derechos de millones de personas. Una mentalidad que se ha infiltrado en los órganos de poder y los ha utilizado arbitrariamente a su antojo, conculcando el respeto a los demás.
Me hace gracia la fijación de los abogados de los golpistas, pretendiendo que aquellos días horribles fueron pacíficos. Hay muchas formas de ejercer la violencia. Que me lo digan a mí, que fui amenazada esos días en la Plaza de Cataluña, cuando informaba para Trece: «Habría que fusilarte», gritaban. Se me escapan seguro todas las formas de coacción que se usaron esos días. El estrépito apabullante de las caceroladas, siempre a la hora del sueño de los niños. Las llamadas de los responsables de la Generalitat, chantajeando a los directores de colegio para que pusiesen los centros a disposición del referendo ilegal. Los escraches a la Policía Nacional y a la Guardia Civil. Las amenazas veladas con contenidos concretos: despídete del ascenso, olvida cualquier subvención o ayuda. La ansiedad de los enfermos que saturaron los servicios de Salud aquellas jornadas. Miles de retrasos por las carreteras cortadas. En fin, una vergüenza. El procés es esencialmente violento, porque no contempla cesión alguna y, por lo tanto, necesita reducir a los demás al silencio.
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