Opinión

Turno de adultos

Fue prodigioso. Ayer, en la sala 2 del Supremo y bajo la mirada protectora y severa de un juez Marchena comparable Job, subió al estrado una serie de adulto. Lo hicieron en calidad de testigos. La primera,

Soraya Sáenz de Santamaría, ex vicepresidenta del gobierno, respondió con filo dialéctico a las preguntas de la acusación popular, la fiscalía y las defensas. En un Estado de Derecho, vino a decir como otros cantan o cosen, con esa media sonrisa suya de opositora metralleta, los gobiernos

no están facultados para fumarse las reglas. Tampoco para influir en las decisiones judiciales o planificar los operativos de los antidisturbios. Tampoco son informados de las diarias abluciones de una ciudadanía que según el pensamiento magufo de algunas defensas pareciera vivir bajo una bota granhermano modelo siete suelas. Asunto distinto son los gobiernos que sufren estados carenciales de democracia. Los gobernantes que creen su voz debida a un mandato tronante y divino. En España y desde 1981 no habíamos disfrutado de gente tan dotada, más o menos hasta el advenimiento de Puigdemont, aunque tampoco parece absurdo datar el meteorito con la subida al poder de Artur Mas. Gracias a los servicios de esta buena gente hoy disfrutamos de las incalculables exhibiciones del abogado del señor Junqueras, camino de recibir el Oscar mientras la otrora todopoderosa vice le daba un repaso para dummies al abecé de la ley en democracia. De particular interés fue escucharle que el gobierno no puso en marcha el Estado de Sitio en Cataluña para no restringir derechos ciudadanos. Derechos pisoteados por los atropellos jurídicos de septiembre, la convocatoria y celebración del referéndum o la declaración de independencia, DUI, que en su opinión, y en la de cualquier terrícola que siguiera los acontecimientos, tenía muy poco de simbólica. De ahí el 155. O nadie recuerda ya las cartas en las que el entonces presidente Rajoy emplazaba al entonces president Puigdemont

a dar marcha atrás. Cuando alguien inquirió por la violencia disparó que si «una

comisión judicial tiene el encargo de llevar a cabo un registro, va a una dependencia pública, se impide que los detenidos estén presentes y no se le deja salir...». Claro que Soraya tuvo más difícil explicar por qué no actuaron antes si estaba claro, y lo estaba, que aquello era un golpe de Estado entre algodones de confeti pero en marcha. Costaba acotar la tórpida renuencia, los malabarismos del despacho, el brazo protector de Junqueras, la pasividad ante las burlas y los desafíos. Ni siquiera el ánimo para modular, el vértigo que provocaba asomarse a la suspensión de la autonomía y el empeño por proteger la convivencia absuelven todas las dudas que suscita la evidencia de que el ataque contra la democracia fuera respondido tan tarde. El que mejor aprovechó las renuncias fue, como siempre, el abogado

Javier Melero. Un prodigio de rigor profesionalidad, vocalado a desentrañar la maleza técnica del proceso sin recostarse en el cojín muelle de la soflama política. Sea como fuere al abandonar la sala la que fuera todopoderosa emperatriz del rajoynato

restaba la imagen de una mujer extraordinariamente

preparada y muy lejos de las ñoñas vaguedades y las insustanciales pillerías a las que nos tienen acostumbrados tantos políticos. Tras ella fue el turno de Rajoy, que hizo de Rajoy con la solvencia acostumbrada. Entre puntadas irónicas y galleguismos de parlamentario muy curtido recordó que los referéndums para reformar la Constitución hay que debatirlos en el Congreso y «después que vote el conjunto del pueblo español». Pues «es el pueblo español lo que decide qué es España» y «eso quedó meridianamente claro desde el primer momento». No tanto, don Mariano, no tanto. Al 1-O me remito.

Sí había quien no se había enterado.