Opinión

No me representan

El sistema democrático consiste en elección y representación. Elegimos a determinados políticos con la condición implícita de que representen no sólo a quienes les votaron, sino también a cuantos se han abstenido o votado opciones distintas de las del gobierno que se conforme. El President de la Generalitat, Quim Torra, no esconde su única obsesión: la independencia de Cataluña. No importa que haya desaparecido el debate en un Parlament que permanece la mayor parte del tiempo inactivo y a oscuras, gobernado por quienes pretenden la consecución de una imagen fija, detenida, imaginaria: la república catalana. Nuestro sistema electoral admite la existencia de agrupaciones o partidos que tratan de ofrecer otras formas de organización territorial en el conjunto que denominamos España desde hace siglos. Debo confesar que, a estas alturas de la vida, no me siento patriota de nada y pocas cosas hay que me molesten más que el ondear de banderas y pancartas al viento. Vista a cierta distancia, la política catalana se ha transformado en un lamentable espectáculo surrealista. Brota de un inconsciente que arrastra multitudes, aunque carezca de sólidos argumentarios. Su última decisión se halla en el camino de la fórmula «cuanto peor, mejor», forzando un inquietante dilema. Pero las consecuencias de todo ello caerán sobre las espaldas también de los catalanes, incluso de quienes les votaron y parecen dispuestos al martirologio. Pero muchos mártires de la política del pasado negociaron. Entendían que su posición no era suficientemente dominante, que había de ceder para no caer en abismos aún más profundos. La reacción de muchos ciudadanos catalanes es considerar que la política del ex-President Carles Puigdemont, en Waterloo, que maneja los hilos de un siempre desconcertado y fanatizado Quim Torra no nos representa. Podemos encontrarlos en un amplio espectro, desde la derecha más tradicional, como la del PP, hoy también Ciudadanos, hasta el PSC, que espera su oportunidad o Podemos, así como otras formaciones que maniobran fuera del arco parlamentario, pero son asociaciones que nadie ha elegido aunque gobiernen en la sombra, llámense Omnium Cultural o ANC, con sus ramificaciones juveniles partidarias de la acción directa. Esta Cataluña, una de las tantas, empeñada en la fractura social y hasta familiar, escasa de recursos y de infraestructuras, con una sanidad pública y una enseñanza menoscabada, es el fruto de los malos gobiernos catalanes y españoles. El deterioro resulta tan profundo que por fuerza hemos de sumarnos a las voces que niegan la representatividad de los gobernantes. Porque las leyes pueden cambiarse, pero la destrucción de la sociedad catalana ha llegado demasiado lejos. Calculemos el tiempo necesario para reordenar este complejo puzle. Combatimos en una guerra que no sabemos ni queremos cerrar con un necesario armisticio. La Cataluña de la ira, de las manifestaciones constantes y de la exclusión no es la mía. Tampoco la que se vive en el Tribunal Supremo. Barcelona se ha convertido en el catálogo de lo que no debe hacerse Ada Colau, respetable como activista, porque a nadie representaba, desde la alcaldía ha empobrecido hasta lo indecible una ciudad acosada ya por toda suerte de huelgas y manifestaciones. Un día son los taxis, al otro, el metro; hoy se muestra independentista, mañana no. ¿Sabe Colau y su equipo lo que le conviene a una Barcelona humillada por los mendigos que se acogen por las noches en las sucursales bancarias o en el borde de cualquier tienda? El día lunes 25 de febrero conté en la corta calle de Pelayo a cinco mendigos en desdichada situación. Por no hablar del dominio del top manta en el paisaje callejero. ¿Es ésta la Barcelona social, la que heredó de los años 90? Ada Colau tampoco me representa. Y he aquí lo que soy, un ciudadano desvalido, acogotado por declaraciones de políticos incapaces de tender una mano cortés al adversario. Mis sentimientos no son monárquicos, pero admito que me sentí muy ofendido ante el desplante de «mis» autoridades, a las que no voté, aunque me representen, por el desaire al rey en la apertura del Mobile barcelonés. Esa gente debería saber que quienes representan a Barcelona y a Cataluña en su conjunto no pueden actuar como quien hace una travesura. Se puede ser, incluso, antimonárquico, pero conviene respetar unas mínimas reglas de educación, algo que han perdido los representantes que provisionalmente nos representan. La ventaja de la democracia es que hay leyes y hasta costumbres que la caracterizan, como la elegancia y la moralidad en el comportamiento. No estamos en el siglo XVIII, no queremos levantamientos populares, no tenemos Bastilla, ni deseamos volver a una guillotina que nunca tuvimos. Queremos avanzar hacia un modelo de sociedad donde la convivencia social –con sus defectos– sea el principal objetivo. El respeto mutuo que estamos obligados a recuperar es un bien ejemplar que asegura un futuro más esperanzador y rechaza cualquier forma de fanatismo. Definitivamente no me representan.