Opinión

Retrato de un pequeño timonel

VuELve. O VUELVE. Como gusten. Regresa Pablo Iglesias. Apenas había abandonado el nido de 600.000 euros para sustituir a la segunda en el timón, o sea, Irene Montero, con ocasión del motín protagonizado por Carmena e Íñigo. Cuando sopla el viento las organizaciones políticas reclaman a su capitán, por más que la interina haya usado el sonajero feminista para especular con la decapitación del macho alfa y su posterior autocoronación como reina escarlata. Nada que no hayamos visto antes en los documentales de David Attenborough dedicados a la mantis religiosa, pero teñido de malva y con lastimeras invocaciones al empoderamiento. Pocos como el politólogo refugiado en Galapagar encarnan el marasmo ideológico y moral de esta izquierda. Liberado del palo mayor de un barco que olfatea el naufragio silbó todas las canciones de las sirenas posmodernas, de los ataques contra la globalización a las chifladuras del feminismo de género. Surfeaba la ola de la mayor crisis económica imaginable, cuando los ninis se amontonaban a la cola del Inem, amenazaban ruina los bancos y la generación más preparada hacía las maletas para colocarse de camarero en Alemania. Junto a sus áulicos, rebotados del PCE, marxistas pop, peronistas de nuevo cuño, dedicados lectores de Laclau y bolivarianos hipsters, husmeó la desesperación de los días sin huella y articuló la indignación del 15-M en un partido. A partir de ahí, todo mal. Quizá porque desde el instante fundacional ya pretendían injuriar una democracia que no merecía sus airados desprecios de niños mimados. Más que enfocar hacia lo venidero en Podemos latía una rara fascinación por el pasado. Una pulsión mitad distópica mitad nostálgica. Un empeño por envolverse en las mortajas de la Guerra Civil. Todavía peor: una desalentadora incapacidad para entender lo que supusieron hace 40 años hitos como la ley de Amnistía. Hasta qué punto representaban una victoria del antifranquismo. A nadie tendría que extrañarle entonces que allá por 2013, parece que en Navarra y en una Erriko Taberna, Iglesias dijera que «La Constitución que se produce en este país no instaura una suerte de reglas del juego democráticas, sino que de alguna manera mantiene una serie de poderes que de una forma muy lampedusiana, cambiarlo todo para que todo siga igual, permitieron la permanencia de una serie de élites, económicas y también políticas en los principales mecanismos y dispositivos de poder del Estado español. Me gusta contar esto aquí quien se dió cuenta de esto desde el principio fue la izquierda vasca y ETA». La peor izquierda, la del inefable Madrazo y su bendición al neocarlismo peneuvista, cruzada con las fabulosas indigestiones de Naomi Klein o el Chomski senil, afloraba así en un rastro de declaraciones vergonzantes en favor de los asesinos de ETA y/o el primer gorilato latinoamericano dispuesto a financiar sus aventuras. Tocaba cabalgar las contradicciones. Sin comprender que el posibilismo no excluye la necesidad de repensar el proyecto político. Lejos de engendrar una izquierda capaz de aunar el regeneracionismo que viene del 15-M con una agenda social y una denuncia del nacionalismo, Iglesias y los suyos acogieron en su club a todos los eurófobos, todos los enemigos de la democracia representativa y liberal y todos los secesionistas repartidos en mil y una mareas. Pocos líderes en la historia de España habrán decapitalizado un horizonte político con la eficacia del secretario general de Podemos. Su torpeza, que no puede achacarse solo a sus lagunas académicas, evidentes por más que alardee de coleccionar matrículas de honor, tiene que ver con la evidente descoordinación entre el momento histórico en el que vive mentalmente y el real. De ahí que se refiera a los dirigentes separatistas acusados de urdir una intentona golpista como presos políticos, enmierdando de paso el recuerdo de los represaliados por la dictadura. Con su obsesión por trascender el llamado Régimen del 78 opera el milagro de traicionar a un tiempo la memoria de Enrique Ruano y la de Francisco Tomás y Valiente, la de Julián Grimau y Miguel Ángel Blanco. Iglesias quisiera retrotraernos a las primeras elecciones democráticas, pero de aterrizar entre los Tamames, Solé Tura, Semprún y etc., lo habrían considerado un chisgaravís. Entre Erik Olin Wright y Vicenç Navarro eligió al segundo y antes que a Txiki Benegas prefería a Doris. El resultado deja el progresismo español en manos de un tahúr narcisista como el presidente Sánchez y al capricho de las elites xenófobas del Cataluña, País Vasco, Galicia, Valencia, Baleares y etc. Llegó para asaltar los cielos y se conformó con repetir algunos de los más venenosos mantras de un Carod Rovira o un Arnaldo Otegi. Quería refundar la izquierda y le ha practicado la eutanasia mientras de paso trabaja para hundir la imagen internacional de España. El Pequeño Timonel, más pequeño que piloto, resultó un piernas.