Opinión
Lo pasamos fenomenal
El de ayer fue un día estupendo. Un Felix von Gründberg, presidente de una asociación de arrendadores alemanes, contó su amistad con Willy Brandt y otros pormenores esenciales. Acudió al juicio como testigo de las defensas. Uno más de varios cientos que, la verdad, podían ahorrarse el paseo y librarnos del muermo. Ni tenía cargo oficial ni en teoría lo habían invitado las instituciones golpistas ni distinguiría un referéndum legal de un ornitorrinco. Ahora, mantenía buena relación la ex presidenta del Parlament, Carme Forcadell, y el ex conseller de Exteriores, Raül Romeva. El viaje lo pagó con sus ahorros. Como todo dios en toda circunstancia en este proceso sufragado mediante facturas en negativo, partidas invisibles, dietas arcangélicas, papeletas como volutas de humo y tropecientas urnas espectrales. «No era una observación electoral como tal», explicó, «porque requeriría seguir las normas de la ONU. Estábamos por interés político y personal». Sus respuestas, abocetadas por un traductor poco afortunado, provocaron las interrupciones del juez. Con esa forma tan suya de hacerte un siete mientras sonríe versallesco aplaudió su encomiable «compromiso con el proceso democratizador de España» para, a continuación, explicarle dónde estaba y por qué. El juicio iría más ligero si Marchena hubiera aplicado ese criterio cuando le vendían la trascendencia de escuchar a los Gründberg. Por otro lado, los caseros alemanes nos ilustran sobre la principal característica de esta «jaimitada» (© Cayetana Álvarez de Toledo): el bullshit. Un bullshit con apariencia legítima y pelo cano. Ha permitido que el proceso coseche adhesiones sin necesidad de tener que comprar a (todos) los proselitistas ganados para la causa, pues la apariencia de respetabilidad, el traje, el momio, importa en cuanto el legislador en rebeldía asumió que no sobra con la habitual comparsa de payasos locales: necesitaba un elemento foráneo. La presencia de los Gründberg vale por millones en publicidad, porque permite reclutar a otros Gründberg. En una incansable sucesión de muñecas rusas que repiten las consignas acordadas. Pueden desdoblarse. Incluso metamorfosear en unos senadores franceses que firman contra la dictadura franquista con medio siglo de retraso. Gründberg, como el Rosebud de Kane, opera como paradigma de una nostalgia europea por una España macerada en la peor película de Ken Loach. El interés por la historia muere no bien regresan a Westfalia, donde preguntan menos por aquel tío abuelo y sus hazañas en el frente ruso. En las inmediaciones parisinas de lo que fuera el Vélodrome d’hiver tampoco indagan por la abuelita que denunciaba a los niños de los vecinos para que los enviasen a Drancy y de ahí a Auschwitz, la muy puta. Marchena tuvo la gentileza de evitarnos (en parte) su intratable colección de excreciones.
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