Opinión
El perdón de México
Recientes manifestaciones del Presidente de México, con ocasión de los centenarios históricos cuya celebración se avecina, nos invitan a una sosegada reflexión, al exigirse que el Papa y el Rey de España pidan perdón por la conquista.
Las palabras del señor López Obrador no pueden cohonestarse con los términos del tratado de amistad entre España y México, firmado el 29 de diciembre de 1836. Según su texto, ambos países desean vivamente poner término al estado de incomunicación y desavenencia entre los dos gobiernos, y entre los ciudadanos y súbditos de uno y otro país, y olvidar para siempre las pasadas diferencias y disensiones, por las cuales desgraciadamente han estado tanto tiempo interrumpidas las relaciones de amistad y buena armonía entre ambos pueblos, llamados naturalmente a mirarse como hermanos por sus antiguos vínculos de unión. En el tratado se establece que ambos países desisten de toda reclamación o pretensión mutua.
Mucho más sorprendentes resultan las palabras del Jefe de Estado de México, cuando en dicho tratado España se aviene a reconocer como territorio nacional mexicano el mismo que poseía el virreinato de Nueva España, incluidas ambas Californias. En el texto se concluye afirmando que ambos países olvidarán todo lo pasado. El manifiesto presidencial contradice el referido Tratado, que opera como Ley suprema de la Unión (Constitución mexicana, artículo 133), siendo competencia exclusiva del Senado su modificación (artículo 76), facultándose al Presidente para formular interpretaciones provisionales, supeditadas a lo que resuelva la Alta Cámara (artículo 89).
Mayor problema aparece al considerar la legitimación desde la que el mandatario se pronuncia. Los estados americanos nunca han confiado al gobierno de México formular ninguna exigencia de responsabilidades, ni ante la Corona de España ni ante la Santa Sede. El gobernante mexicano asume una representación diplomática que no le corresponde, ni conforme al Derecho interno ni teniendo en cuenta la normativa internacional pública.
Por el contrario, normas americanas del más alto rango inhiben totalmente una reivindicación de tal índole. El Concordato entre la Santa Sede y la República del Perú garantiza la «tradicional y fecunda colaboración entre la Iglesia Católica, Apostólica, Romana y el Estado Peruano», para el mayor bien de la vida religiosa y civil de esa Nación. El Perú reconoce a la Iglesia la importante función ejercida en la formación histórica, cultural y moral del país. El Concordato de la Santa Sede con la República de Bolivia reconoce la beneficiosa labor realizada por los misioneros en el territorio de la República, y su secular obra civilizadora en beneficio espiritual y material del país. La Constitución argentina proclama que el gobierno federal sostiene el culto católico, apostólico y romano. El Concordato con la República Dominicana se propone una fecunda colaboración entre la Iglesia y la República, con el deseo de asegurar el mayor bien de la vida religiosa y civil de la Nación. Se proclama que la religión católica es la propia de la Nación dominicana.
Otra dificultad reside en determinar quién debería recibir, en su caso, el perdón pedido por dichas autoridades. Desde luego, no parece que el Presidente de México sea el llamado por la Historia a exigir el arrepentimiento del pontífice o del Rey de España. La Corona de España y la Santa Sede han resuelto hace siglos la posible responsabilidad de sus legados o mandatarios, en cuanto a la administración política o la labor evangelizadora de la que fueron protagonistas.
Reivindicaciones y anatemas de esta índole no contribuyen a la mejor relación entre los países. No es fácil imaginar qué ocurriría si otros gobernantes siguieran el ejemplo del estadista mexicano, planteando la revisión exigente de una historia antigua. Podemos imaginar a los judíos pidiendo a Italia la indemnización correspondiente, por haber utilizado el tesoro del Templo para construir el Coliseo. Si los palacios de los nobles españoles fueran reivindicados, varios Presidentes iberoamericanos se quedarían sin despacho. No digamos de las dificultades que se plantearían con las confiscaciones de propiedades españolas por gobiernos revolucionarios de dicho continente.
Las próximas celebraciones son entrañables, tanto como la simpatía con que la cultura mexicana es recibida en España. El éxito arrollador de la película «Roma» no es más que uno de tantos ejemplos. El bicentenario de la independencia de México debe servir para consolidar la hermandad entre las dos naciones, que tanto tienen en común sin dejar de ser conscientes de su respectiva personalidad. Comparados con el resto del mundo, el ancho universo en que hay tantos protagonistas ajenos a nuestra común evolución histórica, incluso hostiles a nuestra comunidad de naciones, la cercanía y fraternidad entre iberoamericanos aparecen como un logro especial, digno de ser tan admirado como conservado, para el bien común de nuestros pueblos, que vale tanto como decir para el progreso social y ético de la humanidad.
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