Opinión
Gérmenes y besos protocolarios
Mi padre era un tipo muy particular. No por su adicción al trabajo, que también, sino por su obsesión con la limpieza. Siempre iba hecho un pincel. De arriba abajo. Tenía un estilo muy personal y una elegancia de fábrica, de las que no se alcanzan más que si te toca en suerte. No podía soportar una mal combinación, pero mucho menos cualquier atisbo de suciedad, por mínimo que fuera. Llegué a verle cambiarse de pantalones al encontrarse un hilo en la pernera. Llevaba –como corresponde a un caballero– un pañuelo perfectamente doblado en el bolsillo, no tanto por si lo requerían las lágrimas de alguna damisela, como por si tenía que estrechar alguna mano ajena. Si eso sucedía..., ay, de inmediato sacaba el pañuelo y se liberaba de los posibles gérmenes. En la piscina de casa era obligatorio ir con zapatillas hasta el borde y dejarlas ahí mismo antes de zambullirse en el agua, para no arrastrar partículas que luego se quedaran en suspensión. Y los besos, por supuesto, estaban del todo prohibidos, por contaminantes. Con este progenitor, ¿cómo no voy a entender que el Papa Francisco impida que le dejen las babas en la mano o en el anillo? Lo que no entiendo es como hay fieles capaces de besar una imagen sagrada tras los besos de otros tantos. Los protocolarios besos en las manos de las damas debían ir al pulgar del caballero que hacía amago de besarlas. Lo otro, lo de plantar los labios sobre la piel es una guarrería que solo se convierte en pura delicatessen cuando quien besa, ahí o en cualquier otro sitio, es aquel por el que se bebe los vientos y las tempestades... Restrinjamos los besos. Tendrán más valor y ensuciarán menos.
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