Opinión
Del Génesis al apocalipsis
El Génesis puede leerse como «manual» de Teoría política y periodística a la hispana manera. Una combinación de globos-sonda y rumores. ¿Y si luego resulta que funcionan? Bien ¿Y si no? Pues también. Veamos. Por ejemplo, dijo Dios: «No es bueno que el hombre esté solo» (seguramente era un decir), pero para arreglarlo, adelantándose a todos los ministros de Hacienda, le sacó una costilla. El poder es el poder. Con todo Adán y Eva seguían en el paraíso (no fiscal), aunque pronto llegaría a producirse su exit; eso sí, sin referéndum.
Evidentemente las cosas no iban tan bien como se esperaba; pero Dios concedió a Adán y a sus descendientes, tal vez a modo de indemnización por despido, una esperanza media de vida extraordinaria. Al mismo Adán, aun con su déficit «costilleril», le largó 930 años; a Noé, 950; a Matusalén, 969; a Set, 912, ... y así. No está mal y sin problemas de pensiones. ¿O sí? Porque lo del diluvio, con Noe como administrador, pudo ser una solución. No demos ideas, por si acaso.
Aún faltaba un paso más en el proceso entrópico del universo humano; alcanzar Babel, con su torre como símbolo. El paradigma del plurilingüismo con afanes de dificultar hasta lo imposible la comunicación y el entendimiento entre los hombres. En el «inclusivo», hombres y mujeres (Ish e Isha, varón y varona). Aquello se superaría con mucho tiempo y esfuerzo, para llegar al latín, al español y ahora al inglés.
Sin entrar en detalles, el Génesis, en su primera parte, vendría a ser la narración de una serie de fracasos. Un periodo en el cual se buscó la paz, aunque no se lograra. Lo mismo sucedió con la fraternidad. Se intentó la comunicación, que también falló, y tomó cuerpo la violencia que acabó generalizando la maldad. Pero en la segunda se consiguió la pacificación y la esperanza de confraternización, para dar paso a una nueva etapa histórica.
Mirando la España del último medio siglo podemos atisbar la versión castiza de nuestro propio Génesis; en cuya fase de esperanza, en la llamada Transición, se buscaron en democracia: la paz, la concordia y la libertad. Y tales metas, con las dificultades propias de cualquier proyecto de este tipo, se alcanzaron mayoritariamente, no sin cierto asombro general dentro y fuera de nuestro país. Un sentimiento colectivo dominaba en aquel ambiente, la ilusión. Mientras, a la par, el miedo iba dejando paso a la esperanza en una vida mejor que la de las generaciones precedentes.
La política, con las naturales diferencias ideológicas, se fue desarrollando con bastante normalidad. Pero la maldad mantuvo su reducto en su forma más vil, el terrorismo; la simiente de la corrupción. Y esa violencia terrorista, en su episodio de mayor salvajismo, trajo de nuevo el miedo y la quiebra de la cultura política del entendimiento posible pese a todo. La mentira y la crispación llevaron, como fin último, a la exclusión del adversario político. Vino luego la crisis económica, pésimamente gestionada en términos políticos por unos, y en sentido social por otros.
Tomó cuerpo la percepción de que las generaciones más jóvenes habrían de vivir peor que sus mayores y, con ella, creció la frustración y la desconfianza. Terminó el Génesis y asomó el apocalipsis. Subió el tono de la retórica confrontativa y se agudizó la fragmentación de la sociedad con discursos radicales y el retorno a la incomunicación. Los «neobabélicos» reaparecieron bajo diferentes banderas. Producto de todo ello se fueron conformando, otra vez, dos Españas, de las cuales una embiste contra la otra. O sea contra sí mismas.
Las elecciones del 28-A han puesto en evidencia que se vota con ira desde la frustración. A poco que se reflexione la campaña política ha sido cuando menos preocupante. Izquierda vs derecha y a la inversa. No cabe expresión más reduccionista y anacrónica. Volvemos a la hemiplejía moral denunciada por Ortega. ¡No pasarán! grito vanguardista, ejemplo de modernidad donde los haya, progresismo puro. Y como referencias repetidas hasta la saciedad dos expresiones definitivas: Mentira y Corrupción. Todos de acuerdo. Todos mienten. Todos asumen la corrupción. Su mensaje fundamental ha sido el del temor al otro. Aterra la vacuidad y la miseria de la política española y más aún su aceptación por los votantes.
Los resultados del 28-A calificados de apocalípticos por los que más perdieron y por no pocos comentaristas, no son tal cosa en sí mismos. Lo apocalíptico en el sentido verdaderamente asustante es la posibilidad de su utilización de modo erróneo. La ley D´Hont ha introducido una importante desviación entre la realidad y las cifras de diputados obtenidos. Una España PSOE-Podemos ha sumado 136.112 votos menos que la otra, PP-CS-VOX y, sin embargo, obtiene 18 escaños más.
No es la primera vez en la historia de nuestro país que una interpretación imprudente de la victoria electoral nos ha llevado a la catástrofe. Ante tal panorama, frente a la situación en Cataluña, la creciente desigualdad entre los españoles, la tensión dominante y la sombra de la crisis económica que se acerca, suenan, en las filas de los «vencedores», algunas trompetas desafinadas, convocando a la guerra de Armagedon. Más convendría a todos ser cautos.
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