Opinión

Castel Volturno, el pueblo donde el mito de Salvini se convierte en realidad

Aspiraban a tener una bonita vista al mar, pero los edificios en primera línea de playa de la Pinetamare solo muestran una sucesión de vidas pasadas. Un colchón mugriento y un retrete todavía en pie -como metáfora- asoman desde estancias a las que les falta una pared exterior que tape las vergüenzas. En algún momento pasaron por aquí miles de familias de las de nevera, sombrilla y flotador. Pero lo debieron de dejar todo desparramado. Hoy estos centenares de metros de costa recuerdan a Beirut después de la guerra. La basura lo inunda todo. Incluso el color ocre de las construcciones, castigadas por la arena, nos teletransporta al mundo árabe. Estamos, sin embargo, en Italia, país miembro del G-7. Concretamente en Castel Volturno, a unos 40 kilómetros de Nápoles, aunque encuadrado en la provincia de Caserta.

Hace no tanto tiempo, en la década de los setenta, a este lugar lo llamaban la ‘Miami italiana’. Eran los años del dinero fácil, de la vida disoluta y del pelotazo urbanístico. Unos hermanos empresarios, los Coppola, decidieron construir aquí ocho grandes rascacielos. Lo llamaron, en un gesto de humildad, el Villaggio Coppola (el pueblo Coppola). Sus inquilinos eran, sobre todo, militares estadounidenses de una base cercana de la OTAN. Pero apenas diez años más tarde, un terremoto en Nápoles convirtió los alojamientos en refugio para unos 50.000 damnificados que habían tenido que huir de sus casas. Con el tiempo se marcharon y el Estado descubrió que las construcciones eran ilegales. Se abrió una espiral de denuncias, escapatorias jurídicas y ya nadie más habitó -legalmente- estos mastodontes de hormigón.

Por el estrecho margen que queda entre ellos y la orilla de la playa aparece Raffaele Traisci, quien trabaja en un centro de acogida en la región. “Los inmigrantes habían comenzado a llegar a principios de los noventa. En Nápoles y alrededores había trabajo -muy precario- en el campo, recogiendo tomates o fruta. No ganaban casi nada, así que aprovecharon que las casas estaban vacías y se instalaron aquí”, cuenta. El ministro del Interior, Matteo Salvini, todavía no era Salvini. Ni había surgido su figura ni nadie elevó el nivel de alarma como lo hace ahora el líder ultraderechista. El Estado, que ya de por sí mira distraído a esta zona del país, hizo la vista gorda, ocupado como estaba en otras cuestiones legales.

Raffaele visita como voluntario a los inmigrantes, les presta apoyo para que encuentren trabajo y trata de que sus hijos vayan a la escuela. O al menos que reciban un mínimo de educación en sus casas. La obsesión de este hombre es que tanto los oriundos como los últimos en llegar comprendan que “Castel Volturno es un pueblo por el que han pasado multitud de civilizaciones, que nació de los migrantes y que todos ellos son iguales”. Los hechos, sin embargo, no dicen lo mismo. Un grupo de chavales derrapan con sus motos por las calles fantasma de Destra Volturno, la zona en la que se acumulan los ciudadanos africanos, convertida en un auténtico gueto. Mercy, una mujer nigeriana que lleva 25 años aquí y que apenas habla italiano, dice que problemas de convivencia “no ha habido nunca, pero hace falta trabajo”.

La fisionomía del lugar empuja a esta separación. De un lado queda Destra Volturno, la de las casas abandonadas y la inmigración; más adelante despuntan los rascacielos turísticos en ruinas; y al otro margen, está el casco histórico, dominado por su iglesia, su ayuntamiento y sus bares de pueblo. Si uno aterrizara directamente en esta última zona no encontraría demasiadas diferencias con otros municipios del sur de Italia. Los vecinos censados son unos 25.000, de los que el 15% son extranjeros. Sin embargo, se calcula que el número real de inmigrantes es casi tan alto como el de italianos. Unos 15.000 pululan por aquí sin estar registrados.

Las ONG calculan que cerca de dos tercios obtuvieron en el pasado permisos de residencia por motivos humanitarios, mientras que el resto se encuentran en situación irregular. Basta continuar en coche por la Vía Domiziana, la antigua calzada romana que lleva el nombre del emperador que la mandó construir, para comprobarlo. Ésta es la arteria que separa en dos mitades la realidad de este lugar y en la que se plantan, a plena luz del día, decenas de prostitutas, mayoritariamente nigerianas. En la dicotomía entre dos mundos siempre existe una línea paralela en la que ambos se encuentran.

La ausencia del Estado abrió las puertas a la criminalidad. Y eso en Italia se traduce en mafia. Esta tierra ha sido tradicionalmente feudo de los Casalesi, uno de los clanes más potentes de la Camorra. Pero con la llegada de la inmigración, la mafia nigeriana se asentó en el territorio. Primero pactó con el hampa local y luego la desplazó de las calles. La consecuencia es un mercado de la droga boyante y su transformación en la principal puerta de entrada para la prostitución de jóvenes africanas.

Según el informe semestral que realiza la Dirección Investigativa Antimafia, gracias a estas dos actividades, la criminalidad organizada nigeriana está alcanzando niveles similares al de las mafias locales. Desde que comenzó la última oleada migratoria, la Organización Mundial de las Migraciones calcula que han llegado a Italia unas 20.000 mujeres de esta nacionalidad y, según las organizaciones humanitarias, un 80% de ellas se convierte en esclavas sexuales.

Cientos de víctimas de la trata son trasladas a otras ciudades italianas. Mientras que cerca de un millar, según la ONG Emergency, permanecen a lo largo de la Vía Domiziana. También en esta carretera instaló la organización un ambulatorio médico en 2013. “Tenemos a un equipo que sale a buscar a las trabajadoras del sexo para entregarles preservativos e información sanitaria”, señala Sergio Serraino, coordinador en Castel Volturno. Explica que en muchos casos tienen que ser atendidas también por agresiones, cometidas en su mayoría por clientes italianos.

En los últimos años han encontrado mujeres rociadas con ácido, linchadas e incluso dos chicas asesinadas. “No se puede comparar. La mafia italiana sigue siendo mucho más potente, lo que pasa es que ahora se dedica a asuntos más relacionados con los negocios, mientras que han dejado que los nigerianos asuman el control de la calle y el trabajo sucio”, opina. Por el centro médico de Emergency han pasado 9.000 almas desde su apertura. Son mayoritariamente inmigrantes, pero también personas sin recursos que no tendrían otro centro de medicina general al que acudir.

En Castel Volturno sólo existe una clínica privada para las urgencias, pero no hay un hospital. Tampoco buena parte de las casas, sobre todo en las zonas más degradadas, cuentan con un sistema de cañerías. Y ni siquiera la red de alcantarillado alcanza a todo el territorio. “Estos son los principales problemas de Castel Volturno y no la inmigración”, afirma el alcalde, Dimitri Russo. La urgencia, subraya el primer edil, es “otorgar a la población unas condiciones mínimas de vida, porque solo así podrá haber integración”.

Si hay un ayuntamiento ingobernable en toda Italia, éste aspiraría a todos los premios. El desempleo entre los oficialmente residentes roza el 25% -casi el 50% en el caso de los jóvenes-, aunque la cifra se dispara contando a los inmigrantes no registrados. Esto supone que la administración tenga que dotar de servicios a una superficie extensísima -72 kilómetros cuadrados-, distribuida de forma absolutamente irregular, sin apenas contribuciones de los ciudadanos a las arcas del Estado. Quienes trabajan lo hacen fundamentalmente en Nápoles, el campo ya no da para más.

Russo fue elegido por una lista ciudadana, que contó con el apoyo del socialdemócrata Partido Democrático (PD). Sin embargo, coincidiendo con las europeas también se celebrarán aquí elecciones municipales, en las que el alcalde no se presentará a la reelección. Su pronóstico es que vencerá la derecha, con un discurso volcado en el rechazo a la inmigración.

Todo este cóctel que se concentra en Castel Volturno es el sueño hecho realidad del vicepresidente Salvini, quien lleva años extendiendo el triángulo inmigración-criminalidad-desempleo a toda Italia. Antes de llegar al Gobierno, en una visita al pueblo, dijo que era “intolerable que hubiera más inmigrantes que italianos” y que “era necesario el Ejército” para controlar el territorio. De los soldados, por supuesto, no ha habido nunca noticias. Sí han aparecido después rumores -que los habitantes consideran fake news- sobre el tráfico de órganos e infinidad de reportajes escandalosos en las televisiones italianas en los que el municipio queda retratado como una sucursal de Benin City, uno de los centros de la mafia nigeriana. El Estado sigue sin actuar, aunque Salvini aprovecha todo eco que resuena en este agujero negro para amplificarlo a través de sus redes sociales.

El anterior Ejecutivo del PD tampoco quiso construir en el municipio un centro para la acogida e integración de los inmigrantes. Su labor la hacen ONG, voluntarios o la Iglesia. Lo que sí permanece en Castel Volturno, como recuerdo anacrónico de aquella época mejor, es un campo de golf, la ciudad deportiva del equipo de fútbol del Nápoles y la mansión de alguno de sus jugadores. Todo ello en una parte privada del pinar. En la pública, no se han movido de allí las torres abandonadas y una explanada hoy seca de lo que un día fue un puerto deportivo. En los últimos años esta zona ha servido como set cinematográfico para reflejar la Italia más abandonada. El último filme que lo consiguió con éxito fue Dogman, de Matteo Garrone, que fue la candidata italiana para ir a los Oscar. Contaba una historia de mafia local en los años de plomo, la otra cara de la moneda de los setenta. Castel Volturno era entonces Marina D’Or en su apogeo y hoy ha retrocedido hasta ese decorado peliculero de hace medio siglo.