Opinión

El Muro y los intelectuales

La caída del Muro de Berlín, uno de los momentos más felices del siglo XX, provocó una ola defensiva en la izquierda, que ha procurado en estos años separarse en todo lo posible de los resultados criminales del llamado «socialismo real», e incluso separarse de la propia consigna del comunismo. Hoy los comunistas no hablan del comunismo, sino de los derechos humanos, el medio ambiente, el feminismo, la igualdad, etc. Por supuesto, lo que propugnan es el socialismo de toda la vida, porque atacan siempre los fundamentos económicos y jurídicos de la sociedad libre –la propiedad privada y los contratos voluntarios–, pero ya no lo llaman socialismo, no vaya a ser que recordemos lo que ha significado en la práctica ese sistema anti-obrero. Ahora todos simulan que el paraíso que siempre han defendido es Suecia. En fin.

Los intelectuales de izquierdas, y esto es casi una redundancia, también optaron por una estrategia ofensiva, y arreciaron en su empeño en demonizar a los pensadores que habían señalado los fallos del socialismo. Lo hicieron, por ejemplo, con Hayek, a quien acusaron poco menos que de ser cómplice de los crímenes de la dictadura de Pinochet. Lógicamente, ese razonamiento crítico jamás se aplica a los intelectuales que colaboraron con las dictaduras comunistas.

En esa línea demonizadora se inscribe el libro de Nancy McLean contra James Buchanan, el liberal premio Nobel de Economía, descrito como una bestia abominable. El libro recoge bastante falacias del pensamiento convencional. Así, se asegura que el capitalismo solo favorece a los ricos y nunca a los pobres, como si el anticapitalismo hubiese favorecido a los pobres, y como si cientos de millones de pobres no hubiesen dejado atrás la pobreza gracias al capitalismo.

También se proclama que el liberalismo es antidemocrático, como si el antiliberalismo fuera respetuoso de la democracia. Y se asegura que sólo los millonarios se opusieron a Franklin D. Roosevelt, una notoria falsedad; y que los empresarios dominan al Estado, como si éste no hubiera subido sin cesar los impuestos a las empresas. McLean sigue la lógica convencional que urge el intervencionismo del poder político para compensar un supuesto poder económico que solo existe en su imaginación; como si a usted le quitara el dinero Amancio Ortega, y no la Agencia Tributaria.