Opinión

Moria

Erasmo de Róterdam publicó un éxito de ventas en el siglo XVI, «Encomium Moriae», que suele traducirse por «Elogio de la locura», aunque los expertos filólogos prefieren «Encomio de la necedad». Y es que, en efecto, la necedad es protagonista en primera persona de la obra, ésa a quien los latinos llamaban Stultitia y los griegos Moria, una gran dispensadora de bienes, a pesar de que nadie sabe cuánta es la mala fama que tiene la necedad ni entre los más necios. En el libro, el autor se ceba con la tontería, hace burla de la estupidez llevándola hasta extremos grotescos. Y en verdad puede decirse que, leyéndolo, pareciera que la imbecilidad fuese pura demencia. Si bien, también cabe pensar que la sabiduría es locura, y la vida humana nada más que un montón de disparates sin solución. Alabando la tontería hasta el dislate, Erasmo consigue ridiculizarla. Y, tratando de protegerse de posibles ataques de los críticos de su pensamiento, les advierte que quien se pica, ajos come. (Si tanto te preocupa que refute la ignorancia, háztelo mirar...). Critica por memas a las mujeres. Y ataca por estultos a los hombres, a quienes considera una horda de bobos. Es misógino, pero tampoco se priva de repartir tizonazos entre los varones. Elogia, con la misma pasión que un poeta pondera una rosa en primavera, a una pústula sifilítica o un buen par de cuernos. Aunque también hay momentos en que la mentecatez se pone seria, llegando a deducir que la existencia más placentera la vive quien no piensa ni reflexiona: o sea, el tonto de remate. Si Erasmo, que era un tipo fino y lúcido que vivía para leer y pensar, levantara la testa, sospecharía quizás que sus locuras se han materializado en cierto modo en estos tiempos en que la necedad resulta encumbrada por lo común –y por ser común, por democrática– mientras se suele desdeñar la inteligencia por elitista y el sentido común por castuza. Aunque al final, como diría el propio Erasmo, la vida de los mortales no es más que una comedia en la que todos salen cubiertos con una máscara, dispuestos a representar el papel que les ha sido asignado, hasta que el director de escena les ordena retirarse de las tablas. Y luego, cae el telón.