Opinión

Vestido de votar

Nos convocan de nuevo a las urnas, a votar, el acto fundamental de la democracia. El derecho político capital del ciudadano. Otra fiesta. No paramos. Busqué, para acudir a ella, la ropa más adecuada que se me ofrecía. Lo primero que encontré fue un traje que tiraba a rojo, desvaído a trozos. Aun así tenía cierto atractivo. Era el color que representa pasión, fuerza, determinación, valor ... y algunas otras notas estimulantes. Pero no pude ponérmelo, estaba demasiado ajado y sucio. La primera impresión había resultado engañosa. Busqué otro y encontré uno azul. Podría invocar la libertad, la verdad, la seriedad, la lealtad, ... y más cosas ilusionantes. Tampoco parecía mal, en principio. Pero al fijarme en él vi unas manchas que no correspondían a la verdad, ni tampoco a la lealtad. Con esa ropa no podía salir a la calle. ¿Qué hacer?

Seguí buscando y apareció uno de color naranja. A primera vista podía ser aún más atrevido que los otros. No importa. Victoria Federica acaba de mostrar que en cuestiones de estética hay que innovar. Adelante, al fin y al cabo, el naranja es cálido, va bien con la creatividad, algo de éxito y, sobre todo entusiasmo. Pero, nuevo error, al tocar la tela aprecié falta de consistencia y cierta facilidad para cambiar excesivamente de tono, según la luz. La cosa se iba complicando.

Nuevo intento. Me quedaba un terno, color púrpura o así. Demasiado arriesgado. Bueno había que salir del paso, al fin y al cabo ese color evoca algo romántico, un poco místico y desde luego ecléctico. Hay alguno que lo toma incluso como elegante. Cuarto fracaso, al probármelo lo sentí como un disfraz. Un momento creí, simplemente, que me había despistado, porque Semana Santa ya pasó. Pero me di cuenta pronto que más que confundirme con algún «nazareno» tardío, con esa vestimenta, podrían insultarme por la calle. Porque el hábito de penitente reivindicativo, para clamar contra los «ricos», lo llevaban bastantes sujetos que habían prosperado obscenamente. No podía ponerme este terno, salvo que buscase hacerme con alguna vivienda o prebenda, contra todo principio.

Finalmente llegué al último de los trajes. Era verde. El color de la esperanza, de la naturaleza, del crecimiento, ... y de los celos. Era bonito. Sin embargo, cuando lo miré despacio me pareció demasiado nuevo. No me lo había puesto nunca. Tal vez por ello me inspiró alguna duda. De otra parte, tenía mala imagen en los «medios» y la ocasión de estas elecciones era demasiado seria para hacer probaturas. Ya lo decía D’Ors: los experimentos con gaseosa joven. Además estaba lo tocante a Europa, lo más trascendente seguramente de cuanto se decida en estos comicios.

La cuestión se complicaba. El europeísmo, malherido por la insolidaridad, amenaza diluirse en discursos confusos, profusos y difusos, salvo los de alguna voz, firme y clara, que convendría escuchar. Desafortunadamente por aquí, al sur de los Pirineos, la política se circunscribe, cada vez más, a un triple objetivo: Yo, mis amigos, y los de mi pueblo. Todo resumido en la cuestión por antonomasia, formulada siempre como interrogación ¿Qué hay de lo mío? Y mientras, el mundo va seleccionando los protagonistas de esta ópera del siglo XXI en que vivimos. Estados Unidos, con el malvado Trump a la cabeza; la China, comunista –capitalista o a la inversa; y la Rusia, del otro malo de la trama, el tal Putin, se reparten los principales papeles. Europa toca de oído en el concierto mundial y cada vez menos partitura. España se ve reducida a un solo instrumento: el bombo o tambor; eso sí cuanto más grande mejor, muy apropiado para las fiestas locales, civiles y alguna religiosa, aunque se sea ateo.

Volviendo a los preparativos, confirmé que no podía vestirme con ninguno de aquellos trajes para ir a mi colegio electoral. Hice un tratamiento de cromoterapia, por si acaso, y los resultados no fueron buenos. En esas condiciones, no podía votar rojo, ni azul, ni naranja, ni púrpura, ni verde. Era cuestión de autoestima. Pero estaba decidido a votar.

Reflexioné otra vez acerca de lo que iba a hacer. Aunque la reflexión es menos frecuente, en estos casos, que un perro arco-iris. Recordé la imagen ofrecida hace apenas unos días por esa misma clase política, coloreada de mentira y, en algunos casos, de absoluta falta de dignidad. No podía aceptarlo y a pesar de todo tenía que votar. Me puse un pantalón y una camisa míos. No eran muy elegantes, pero me sentía bien con ellos, al menos me daban confianza. Lo contrario de lo que me ocurría con las falsas propuestas partidistas.

Entonces tomé unas cuartillas y escribí el nombre de mis hijas. Podía haber escrito el de cualquiera de los miles y miles de mujeres o de hombres, que cada día luchan dignamente, por una España mejor, y que se merecen políticos que no mientan. Era una forma de exigir respeto. Dadas las circunstancias no podía hacer mucho más. Puse mis papeles en cada sobre correspondiente y los deposité en las urnas. Sabía que esos votos serían anulados, aunque, en esencia, no eran votos nulos. Eran votos al impulso de mi dignidad. No tendrían valor político pero sí valor moral. Había votado. Había cumplido con mi derecho y también con mi deber.