Opinión
Pasmo limeño
A don Juan Belmonte le decían «El pasmo de Triana». Eso, el pasmo, la admiración y el asombro extremados. El pasmado es otra cosa. Torrente Ballester escribió un opúsculo que se llevó al cine en el que situaba como pasmado ante las mujeres a Felipe IV. Un soso obsesionado por ver desnuda a su mujer. No tan pasmado. Entre legítimos e ilegítimos tuvo 46 hijos. Más que pasmado, un pasmo, un asombro. El pasmo es eso que te deja con la boca abierta, y hormiguea los intestinos. Pasmo de emoción y arte. Lo sentí viendo torear al «Pasmo de Lima», Andrés Roca Rey. Creo que desde la lejana faena en el Chofre de San Sebastián de Antonio Ordóñez que vestía de naranja y plata, no había sentido tanta emoción y gratitud por una obra de arte en movimiento. Un sobrero del conde de Mayalde –que previamente había traído a Madrid un excepcional lote de novillos–, se llevó a Roca Rey por delante. Dejó al torero peruano con una cornada de seis centímetros. Y con esa herida puesta y vendada, volvió al ruedo mientras salía por toriles el último Parladé de la tarde. Y aquello fue el pasmo, la emoción, el arte supremo, y la culminación artística del toreo.
Mucho bien hace a la Fiesta la habitual presencia del Rey Juan Carlos I y la Infanta Elena en el balconcillo torilero. El mundo del toro y la afición siempre aplauden su valiente defensa de nuestra Fiesta. En sus recuerdos de aficionados habrá quedado para siempre la memoria del toreo de Roca Rey. Una figura establecida ya en la cima, que no rehuye ni plazas ni ganaderías, como hace algún caprichoso mal aconsejado.
Surgió vendado de la enfermería. El vestido de torear se lo había desvencijado el sobrero de Mayalde, además de herirlo. No parecía el de Parladé un toro colaborador en los primeros tercios. Pero Roca Rey brindó la muerte del sexto de la tarde al público. Y aquello fue la monda. La monda lironda. Pasmo limeño. La plaza de Madrid, abarrotada y enloquecida. Y cuando metió la espada en su sitio y hasta la bola al magnífico toro, los pañuelos blancos se adueñaron de los tendidos, las gradas, los palcos y las andanadas. A hombros por la Puerta Grande de Madrid, donde un gentío aguardaba para agradecerle su arte y llevarlo en alegre tortura hasta el coche de su cuadrilla, con la herida, el dolor y la felicidad del triunfo.
«El Pasmo de Lima». Torero diferente, como las grandes figuras. Y poderoso. El poder es heroico ante el toro. Me lo decía Antonio Ordóñez, el rondeño. «Algunos toros, a mitad de la faena, cambian la mirada. Te avisan de que ya saben de qué va la cosa. Y ahí hay que reaccionar demostrándoles que tu poder está por encima de sus intenciones». Hay toreros que se entregan cuando la mirada del toro cambia, pero Roca Rey no es de esos. Toreo puro, infinito, con esos derechazos y naturales que parecían interminables, y los pitones del toro sin rozar la franela. Ovación unánime y de verdad. Porque en ocasiones, las plazas de toros aplauden también los números de circo. Y me refiero a la incitación al aplauso fácil de los toreros a caballo, los rejoneadores, que saludan al público pidiéndoles el aplauso cuando todavía no han hecho nada. Son aplaudidos, como mucho, por no haberse caído del caballo durante el paseíllo. Roca Rey no pide la ovación. La ovación le llega, clamorosa, naturalmente, sin precisar de aspavientos y gestitos. Por eso suena tan maravillosamente bien la plaza de las Ventas cuando siente la verdad sin esquinas del toreo.
El miércoles en Madrid no se produjo un milagro, pero sí un prodigio. No es milagroso que un torero como Roca Rey le corte las dos orejas a un toro después de una faena memorable. Pero sí es un prodigio verlo torear y sentir la emoción en las entrañas. Y estuvieron muy bien sus compañeros de terna. El Cid de despedida y López Simón siempre entregado y artista. Pero lo del limeño fue asombroso, eso, el pasmo, lo extraordinario.
Y una parte de España, de espaldas a nuestra Cultura, ahora sí, con mayúscula. Cultura de arte, valor, herida, emoción y sin subvenciones.
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