Opinión
La tribu
Ocurre a veces que vas pasando las páginas de un periódico o de un libro, o viajas distraído en el autobús, o te cruzas en la calle con un desconocido y te llega una idea o una frase que te conmueve y te ilumina por dentro. De repente descubres lo que llevabas tiempo buscando. Dices entonces: ¡Pues claro! ¿Cómo no se me había ocurrido antes? Y ves en esas luminosa revelación, tan sencilla en apariencia, tan al alcance de la mano, la clave de tu propio comportamiento. En este caso, tu empeño en describir el final de la vida rural. Te das cuenta de que tu defensa de los pueblos y de la cultura milenaria que agoniza es más que un regreso sentimental al escenario de la infancia perdida –ahora que la casa en que naciste también está cerrada para siempre–, más que un instinto de conservación y un espontáneo impulso de compasión y rabia ante la muerte de los pueblos y el drama de la despoblación. Es todo eso, pero, sobre todo, es la nostalgia de la tribu, algo que tenemos inscrito en las entrañas.
El que me ha dado razón de esto y me ha abierto los ojos ha sido el escritor y periodista norteamericano Sebastián Junger, que ha escrito un libro titulado precisamente «Tribu». En él, sin remontarse a las doce tribus de Israel, recoge su experiencia en la guerra de Afganistán, en la que comprobó que muchos de sus compañeros soldados preferían seguir en la guerra con el grupo a regresar a su país y al desamparo. Junger concluye: «Estamos configurados, hoy y hace un siglo, para vivir en comunidades de cien personas». Y, al leer esto, uno recuerda la vida en el pueblo. Allí regía el sentido de pertenencia al grupo. Esto lleva consigo la ayuda de unos miembros a otros sin hacer trampas, porque allí se conocen todos, la camaradería y una serie servidumbres sobre privacidad. Las puertas de las casas están siempre abiertas y casi no hay secretos de familia.
En el pueblo las paredes oyen, aunque sean de gruesa mampostería. La competencia o el conflicto con otro pueblo ayuda a la cohesión del clan. En mi pueblo fue el eterno pleito con Fuentebella por unos terrenos y unos pastos. El caso es que frente al individualismo y la soledad de la gran ciudad aumenta la querencia al pueblo. La perversión de este noble instinto tribal es la vuelta a los nacionalismos excluyentes. Un país no es una tribu ni una aldea. Y, como dice Miguel Torga, universal es lo local sin paredes.
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