Opinión

Esconderse detrás de Franco

Sánchez ocupará este mes de junio con la exhumación e inhumación del cuerpo de Franco mientras se producen pactos municipales y autonómicos que, gracias a la alianza del PP con Ciudadanos y Vox, dejará a los socialistas fuera. No es casualidad.

La moción de censura que le aupó al poder dejó al descubierto un gobierno débil pero con una gran ocasión para usar las instituciones y hacer propaganda, no solo con los “viernes sociales” en los que la ministra Celaá leía el programa electoral de Sánchez, sino con las medidas de imagen. Una de ellas fue la cuestión del dictador Franco.

No se detuvo el presidente del Gobierno en la figura del Dictador, sino también aludió al Valle de los Caídos, del que se dijo que era un “mausoleo” de Franco. Lo cierto es que aquel templo fue concebido para albergar los cuerpos de los muertos en la Guerra Civil cuyas familias no hubieran reclamado sus restos. Ni siquiera Franco decidió ser enterrado allí; sino que lo mandó hacer Arias Navarro, su último presidente. Dio igual: todo era bueno para la polémica.

El gobierno Sánchez barajó varios destinos para los restos mortales del Dictador. Cualquiera parecía bueno menos la catedral de la Almudena, situada en el centro de Madrid, y que, por tanto, daría mucho protagonismo a Franco. Carmen Calvo tomó entonces las riendas del asunto, toda vez que Margarita Robles, quien primero se ocupó del tema, fue desplazada con motivo de la lucha de poder en Moncloa. La solución se enturbió, pero las comunicaciones gubernamentales al respecto fueron más divertidas.

Las televisiones y el resto de medios hicieron especiales sobre el tema, y de aquel espectáculo salió beneficiado el Gobierno. Nadie había considerado, salvo una minoría, que la presencia del Dictador en el Valle de los Caídos fuera un problema. Es más; los españoles seguían hasta entonces creyendo en el espíritu de la Transición, aquel que forjaron comunistas, socialistas, democristianos y falangistas: perdonar y olvidar.

La idea de la reconciliación triunfó tras la aprobación de la Constitución. Ese fue el gran logro que truncó Zapatero tras décadas de vida política sin que la Guerra Civil o la Segunda República estuvieran en el debate político ni en los programas electorales. El guerracivilismo y la Ley de Memoria Histórica crearon un problema donde antes solo había política de Estado.

Ahora, el gobierno Sánchez supone una vuelta de tuerca al zapaterismo. En su día tapó la debilidad de un Ejecutivo incapaz de sacar nada adelante con sus 84 diputados salvo por decreto-ley con el tema de Franco. Toda la polémica con la familia, su Fundación, la Iglesia española, el Vaticano y las peregrinaciones de nostálgicos cumplieron de forma inconsciente con el deseo de Sánchez: focalizar la política en algo irrelevante.

El motivo era marcar el debate, polarizar opiniones, y con ello arrebatar a Podemos el marchamo de izquierda auténtica. Lo consiguió, y absorbió buena parte del voto podemita. Sin embargo, el hundimiento de la formación de Iglesias ha sido tal que no sirve hoy para conformar gobiernos de “progreso” en municipios y autonomías, y esto lo quiere tapar con más antifranquismo sobrevenido. De hecho, Sánchez no habló de Franco durante la campaña electoral.

El asunto no terminará con la nueva tumba en Mingorrubio, sino que luego, como anunció en agosto de 2018, irá más allá. No me refiero al Valle de los Caídos, sino a la creación de una Comisión de la Verdad, al estilo mussoliniano, que establezca un relato oficial de la historia contemporánea de España y que multe al que lo desmienta. Ese es un giro autoritario de otros tiempos, de la época, por ejemplo, del franquismo.