Opinión

Verónica

El suicido de Verónica, incapaz de asumir que un íntimo vídeo suyo saltase de móvil en móvil en su empresa, ha disparado a partes iguales la ofuscación y la sorpresa, la ira de muchos y la evidente desvergüenza de los hipócritas de guardia, que cabecean molestos al tiempo que especulan jocosos con los lúbricos movimientos de la mujer. Son los mismos o iguales, igual de cerdos, que hace veinte años recibieron con grandes aspavientos y pases a medianoche la cinta sexual de un conocido periodista. Hubo periódicos en los que la práctica totalidad de plantilla deglutió con regocijo la basura.

Digo «práctica totalidad» porque conozco a un par de dignísimas excepciones. Representan la anomalía estadística que salva el honor de la especie cuando la mayoría, ahíta de detritus moral, flipada de náusea y odio, se entrega a la barbarie. En el caso concreto de la mujer que se mató, abrumada por el recochineo de los puros y las seguras risitas de los compañeros, asoman dos asuntos al margen pero igualmente claves. El primero tiene que ver con la necesidad de legislar en serio cuanto concierne a los territorios digitales. La vida en internet es la vida. Con sus alias, sus bares, sus juicios sumarísimos, sus picardías, sus obscenas verdades y su coro de mediocres. Por citar un ejemplo entre mil hace siglos que reclamo cual borracho al que nadie atiende que los periódicos obliguen a identificarse a los lectores que comentan.

El miedo a una demanda garantiza milagros en términos de urbanidad, respeto y civismo, siquiera donde no hay vergüenza. El nombre y apellidos, y el número del dni, constituyen la primera e imprescindible aduana para que los adultos actúen como tales. La segunda cuestión atañe a la evidencia de que casi todo el mundo da por hecho que los destinatarios del vídeo y sus comentaristas fueron hombres. ¿Cómo van a participar las mujeres, hermanas todas, sister, en semejante linchamiento? Se trata, claro, de un prejuicio infundado. Tal y como demuestra la ciencia, y la experiencia de cualquiera, las hembras humanas pueden ser tan lobos para con otras hembras, e incluso más, que los propios machos.

Pero resulta mucho más descansado atribuir toda la negra carga de esta muerte a los hombres, impresentables y embrutecidos, y/o en aludir a un patriarcado mítico, desmentido por la historia, la antropología y la ciencia, pero evidente a ojos magufos...