Opinión

Si hubiéramos sabido...

Yo era muy joven pero hubo una generación que echó los dientes al oficio con las soberbias crónicas del 23-F que escribió José Luis Martín Prieto. Las publicó en «El País». Reunidas en libro constituyen uno de los momentos áureos de la historia del periodismo español. Una reunión de páginas aserradas que evita el espantajo del columnismo solapado a la crónica por la vía de exhibir el primero sin emponzoñar la segunda.

O sea, asumiendo con gallardía que la opinión era suya y tocaba afrontarla pero escrupuloso con los hechos y deliciosamente seco en el relato. El periódico de Jesús de Polanco, que tanto contribuyó a levantar, también lo envió a Buenos Aires, donde asiste a la orgía de sangre desatada por los siniestros milicos y coincide en las gurdas de la bohemia con timberos y buscaglias y con otro genio, Raúl del Pozo, con el que años más tarde, en «Diario 16», intercambia un glorioso cachondeo, «Martín Prieto, estate quieto» y «Mi gozo en tu pozo, Raúl». De aquella pendencia cariñosa quedan andanadas de este calibre: «No es verdad que los viejos rojos nunca mueran, parafraseando los versos recitados por McCarthur en su retirada. Los rojos envejecen y entontecen, y terminan pidiendo el voto para el PSOE porque ya no les queda tiempo ni fuerza para luchar por otra cosa». En contra del epitafio el gran columnista encontró tiempo para morder hasta el tuétano cuanta imbecilidad e impostura le salieran al paso. En la hora de la traición, en el desguace de la igualdad, contra la conjura de los paniaguados del rollo periférico y frente a quienes justifican a tanto la pieza la andorga nacionalista, dió un paso al frente, escupió al margen y disparó artículos formidables. El poder solo le interesaba para machacarlo.

No aspiraba a ser jefe de estación o patrón del estanco. Como les sucediera antes a César Alonso de los Ríos y a Francisco Umbral, que en «La década roja» lo había descrito como «un comunicador frío, un columnista inteligente, agudo, mal intencionado, sabio y despectivo», fue desterrado a las fronteras más allá del grupo todopoderoso. Un fortín político y cultural que dictaba quién caía y quién salvaba el cuello, ordenaba el canon y concedía a capricho los pasaportes para acceder al museo de ilustres. Una vez fuera tocaba tiritar a merced del viento de la historia y de tu talento, que en su caso fue inmenso y le dió para publicar cientos de artículos inolvidables, coherentes con su fama de pistolero resabiado, descreído y culto, fiel al oficio y enganchado a la pasión por España y el licor de la libertad. Si hubiéramos sabido que el periodismo sería la actual cochambre, en la que conceden programas en el «prime time» a vendedores de coches usados y hay monjas laicas que patrullan la corrección de género, quizá nos hubiéramos hecho apparatchik al servicio de cualquier partido o aspirantes a «influencers» digitales.

Pero tuvimos la mala suerte de crecer enganchados a Martín Prieto. Hechizados por sus artículos y su inquebrantable dignidad. O sea, que contribuyó a joder nuestras posibilidades de ser algo en la vida. En la duda de agradecer o maldecir recupero su monumento dedicado al golpe y me pregunto admirado cómo se puede escribir con tanta elegancia, valentía y talento.