Opinión

Barcelona

Las elecciones municipales marcaron de forma muy clara la división que el debate identitario produce en Catalunya. La fractura catalana comprende la división geográfica entre el interior separatista y el españolista cinturón metropolitano de Barcelona; la frontera entre las zonas catalano parlantes y las de mayoría lingüística castellana, que evidencian dos comunidades separadas, como etnias kosovares; y la supremacía de los catalanes ricos, plenamente alineados para romper España, frente a otros pobres, que se sienten profundamente españoles, y viven en los barrios marginales de las urbes.

Ejemplos podríamos citar muchos, pero el caso de Matadepera es significativo. Con casi 10.000 habitantes, idílicamente ubicada entre Terrassa y Sabadell, y a 30 km de Barcelona, es la población con la mayor renta per cápita de Catalunya y la segunda de España. Ricos y famosos abundan en sus calles, de chalets imposibles, piscinas climatizadas y colegios exclusivos. Pocos dirían que sus habitantes sufren la persecución de un estado totalitario y fascista como el español. Sin embargo sus millonarios habitantes creen vivir bajo la dictadura de Franco. En las elecciones municipales celebradas el pasado fin de semana la candidatura de Puigdemont ganó con el 52,5% de los votos, segunda quedó ERC el 19,2%, y la CUP (el partido de extrema izquierda, marxista, leninista y estalinista –casi nada) el 11,4% y en tercera posición. Esto se traduce en que el 83,6% de los ciudadanos de la oprimida, perseguida y saqueada ciudad de Matadepera optaron por partidos que quieren romper la legalidad en España y 12 concejales.

Por cierto, los partidos de las «bestias españolas» (según sabias palabras de Torra), obtuvieron 1 solo concejal, representado por los enemigos del pueblo catalán (Cs) con un magro 6,0% de los votos. Ni PSC ni PP obtuvieron ni votos ni representantes. En el extremo contrario se sitúa el municipio de Sant Adrià del Besós. Los partidos considerados españolistas obtuvieron el 77% de los votos, frente al 23% del separatismo. Ni que decir tiene que Sant Adrià figura entre los primeros en los rankings de paro y rentas per cápita más baja. Una población catalana, con votantes charnegos, sojuzgada sádicamente por Madrid y que prefiere vivir conectada a la miseria de un estado corrupto, antes que abrazar la causa de la libertad de la república catalana. Y entre Matadepera y Sant Adrià, la ciudad condal. Y que nadie tenga dudas, la gran perjudicada del proceso separatista en Cataluña ha sido la marca Barcelona. Hasta hace unos meses, la ciudad condal estaba en el «top ten» de los destinos turísticos. Una plaza que combinaba el placer con la cultura, el mar con Gaudí, las tapas con el Barça y la fiesta con la investigación.

Era la mejor marca de España a nivel internacional. Una proyección ganada a pulso por un reducido grupo de personas, entre ellas Samaranch, que culminó en unos juegos olímpicos que proyectaron a la ciudad al primer plano internacional. Y allí estuvo durante lustros, hasta que el nacionalismo decidió destruir la imagen de Barcelona. Y conquistó la «Cámara de comercio de Barcelona». Hoy Barcelona, como el París de Enrique de Navarra, bien vale una misa. Salvarla de la hecatombe de sus ricos supremacistas catalanes es el compromiso de un hombre de Estado.