Opinión
EBAU
EBAU es, desde hace un par de años, el nuevo nombre del examen de selectividad, aunque tiene otras formas expresivas en función de su adscripción autonómica. Cuando la última reforma universitaria planteó la posibilidad de que cada centro superior pudiera establecer su particular sistema de acceso, los rectores pensaron que, para ellos, era mejor no singularizarse y se inventaron, con el beneplácito de las autoridades educativas, una selectividad novedosa y común para todos. Pero resulta que ni es innovadora ni es igual en todas partes, pues ha reproducido los peores vicios de la antigua y, además, se ha autonomizado dando lugar a sensibles diferencias entre las Comunidades Autónomas.
Empecemos por los vicios. Uno es el principal: la selectividad, pese a su nombre, no seleccionaba a los estudiantes que, por sus méritos, podían cursar estudios universitarios, pues aprobaban casi todos. Y en la EBAU, lo mismo. Lo que sí hace este examen es jerarquizar a los estudiantes para su admisión en los grados que desean cursar. Como resultado, hay grados elitistas y grados para la morralla. En los primeros, el rendimiento educativo suele ser aceptable, aunque no siempre; en los segundos, el fracaso es pavoroso. Lo que se deriva de esto es que, todos los años, se desperdicia en torno a una cuarta parte de los recursos con los que se financian las universidades. Además, en promedio, formar a un egresado universitario acaba costando un 75 por ciento más de lo necesario. Aclaremos que sólo una pequeña parte de ese coste corre a cargo del interesado; el resto lo paga el erario público.
Sigamos por la fragmentación autonómica. Se denuncia, con razón, que hay Comunidades en las que se inflan las notas de la EBAU por la vía de hacer fáciles los exámenes. Aprobar, se aprueba en todas partes; pero otra cosa son los notables y sobresalientes. Ello discrimina a los buenos estudiantes de unos sitios –como Castilla y León, Madrid o Navarra– para favorecer a los de otros –como los canarios, extremeños y murcianos–. Ello trastorna, sin duda, las aspiraciones de muchos alumnos, incluso entre los más brillantes. Pero lo malo no es sólo eso, sino que el coste inducido por el fracaso universitario se transfiere en parte de las regiones donde la EBAU es fácil a las que la ponen más difícil.
Los estudios universitarios deberían estar reservados para la elite intelectual de los jóvenes, independientemente de cuál sea su renta familiar. Pero con este sistema que reparte aprobados para todos, lo que se logra es deteriorar el nivel de esos estudios, especialmente para los mejores alumnos. De esta manera, en España no cultivamos la inteligencia sino la mediocridad.
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