Opinión

El mejor activo para las relaciones internacionales

A los dos menos veinte del 17 de mayo de 1977, en una ceremonia discretísima, Don Juan de Borbón renuncia oficialmente a sus derechos dinásticos en favor de su hijo. Terminó Don Juan su discurso con estas palabras: «Majestad, todo por España. ¡¡Viva España!! ¡Viva el Rey!» Treinta y siete años después, fue Don Juan Carlos el que, considerando que era lo mejor para la Nación, decidió abdicar en favor de su hijo. En su mensaje de despedida a los españoles el Rey resumió su reinado en la siguiente frase: «Fiel al anhelo político de mi padre, el Conde de Barcelona, he querido ser el Rey de todos los españoles». Propósito que había anunciado en su primer discurso ante las Cortes , pocos meses después de la muerte de Franco.

Don Felipe asumió la Corona en un momento en el que la democracia estaba consolidada pero sacudida por embates que hacían temer por su continuidad. El tsunami financiero que arribó en España en 2008 provocó más daños que en la mayoría de los países de nuestro entorno y, en consecuencia, la recuperación fue también más dolorosa. La sociedad española experimenta, por primera vez en más de cincuenta años, el escalofrío de percibir que el crecimiento económico que, con algunos pequeños retrocesos cíclicos, se había venido registrando desde los principios de los sesenta del pasado siglo, se paraba en seco. Esta vez la crisis era diferente: duraba mucho, se llevaba por delante millones de empleos, amenazaba con resquebrajar los pilares del estado de bienestar y anunciaba un negro futuro para los más jóvenes. El ascensor social se detenía mucho antes de llegar al ático y, aún peor, ya no se limitaba a subir, sino que también bajaba. Y si la primera reacción fue puramente expresiva, (Movimiento 15-M), pronto se convertiría en una fuerza política que aspiraba a finiquitar la legalidad vigente y a alumbrar una «democracia alternativa a la constitucional viciada en su origen por su nexo con el sistema capitalista» (Ramón Vargas Machuca, «El País» 21 de mayo de 2015). Terminaba la Transición y empezaba una nueva etapa.

Por si todo ello fuera poco, el nuevo Rey tuvo que enfrentarse a otro problema recurrente en nuestra historia: la cuestión catalana. Lo había pronosticado hace muchos años Frances Cambó: «Un alzamiento separatista catalán podría escoger para producirse dos momentos favorables: o el momento en el que España se debatiese con graves dificultades internas o el que estuviese comprometida con un conflicto exterior». (Por la Concordia 1923). En aquellos tiempos, la Generalitat de Cataluña se vio obligada, igual que las demás administraciones, a apretarse el cinturón y a ajustar algunas prestaciones sociales. Para aliviar el descontento popular no se les ocurrió nada mejor que poner en marcha un proceso soberanista que dividió a la sociedad catalana y encendió las alarmas en las otras Españas. Parte de los votantes populares entendieron que la reacción del Gobierno había sido tardía y débil y desertó hacia una formación política de nuevo cuño: Ciudadanos. El baile a dos había llegado a su fin y comenzaba una etapa caracterizada por la fragmentación, la ruptura de los puentes entre las formaciones políticas y la polarización de la sociedad. El fantasma de las dos España asomaba de nuevo en el horizonte y amenazaba con acabar con la Constitución de la concordia que nos permitió durante cuarenta años disfrutar de paz civil, libertad y una prosperidad desconocida hasta entonces en nuestra historia.

En este clima tan complicado, el Rey ha sido una figura capital. Cuando arreció la tormenta separatista, tomó el timón a través de un discurso que conmovió a los españoles. Cuando el desencuentro entre los partidos políticos fue más intenso (Gobierno en funciones, moción de censura y elecciones generales y autonómicas) supo capear el temporal con entereza y habilidad. He tenido la fortuna de trabajar con los dos reyes, son diferentes. Don Juan Carlos extrovertido e intuitivo. Don Felipe introvertido y cauto, pero los dos son buenos marinos y les une el saber hacer, el sentido del deber y su pasión por España.

Ambos han tenido un gran protagonismo internacional. Siendo Príncipe de Asturias, Don Felipe presidió dos reuniones de ministros de Asuntos Exteriores en Palma de Mallorca en donde convenimos la estrategia a seguir para arribar a los Estados Unidos de Europa. Consulté con él la reforma de las Cumbres Iberoamericanas que estaban languideciendo con el tiempo. No hubo visita –por complejas mencionaré las que realicé a los países del Magreb, Rusia y Estados Unidos– por las que el entonces Príncipe no me pidiese cuenta y razón. Siempre he tenido su móvil disponible y siempre lo he utilizado, porque sabía que, de no hacerlo, su llamada sería inmediata. Siendo Rey, su protagonismo aumentó. Se estudiaba los dosieres como si fuese un opositor y yo sabía que el Rey era poco amigo de las improvisaciones.

Los dos Reyes han sido los dos activos más importantes con los que han contado los presidentes del Gobierno y los ministros de Exteriores en sus relaciones internacionales, porque hay cosas que solo un Rey puede y sabe decir. Don Juan Carlos y Don Felipe han tenido que navegar en tiempos difíciles con mar arbolada, pero ya lo dice el proverbio marinero: «Nunca una mar en calma hizo grande a un capitán».