Opinión

El gallinero

A vista de dron (que ya no pájaro) el tumulto político producido tras las elecciones municipales y autonómicas debió de resultar patético. Nuestra proverbial originalidad, como el ilusionado pero tardío pro-europeísmo, cierta aversión a los EE.UU., una deseada y múltiple organización territorial nos diferenciaban, aunque nuevas generaciones parecen haber recuperado otra originalidad que ya no nos aleja tanto del actual contexto. Los cambios a lo largo de estos años parecen considerables. Somos ya un país declaradamente feminista y hasta precursor, hemos defendido los derechos de otras sexualidades en primera línea (quiere decir que hemos crecido de forma exponencial hacia cierta tolerancia, aunque reste camino por recorrer), hemos reducido al mínimo nuestra natalidad, el peso de la Iglesia parece haber disminuido, situado el derecho al aborto a nivel europeo, modernizado las fuerzas armadas y eliminado el servicio militar obligatorio. Nos hemos imaginado económicamente en un lugar privilegiado, pese a los millones de pobres. Manda un dinero que ni siquiera es nuestro. La mentalidad debería adecuarse a tan espectaculares avances colectivos. Y los que estarán a punto de caer, aunque podríamos registrar otras tantas y muchas más carencias. No quiero ni pensar en cuantos dicen que España, este país, no tiene remedio, porque no es verdad. Lo tiene, aunque no parece que sea tan sencillo conseguirlo. Venimos históricamente de una farragosa dictadura, semiblanda en ocasiones, y en el cerebro o sustrato colectivo, que existe, aunque no se perciba, se mantienen rasgos que parecen indelebles.

Porque, visto desde el dron, el período postelectoral que estamos viviendo, se caracteriza por cierto confusionismo. Tampoco parece que podamos tener presidente de gobierno hasta que lleguen los julios ya vacacionales, si es que Pedro Sánchez consigue algún amigo más desinteresado. Desde el avanzado dron, la lucha postelectoral en alcaldías y algunas autonomías pareció un gallinero de los de antaño, cuando gallinas y pollos lograban corretear y asentar su territorio, un suelo sucio y peculiar. Sucedía antes de que, gracias al progreso, los animales fueran almacenados en lamentables granjas industriales. Cabe deducir que en el pasado vivirían más satisfechos. Tal vez los jóvenes y niños de hoy ni siquiera hayan logrado ver aquellos recintos cerrados con tela alámbrica en un sucio suelo donde picoteaban quién sabe qué. Allí se enfrentaban o galanteaban. El gallinero no era símbolo de paz, salvo cuando se les vertía pienso muy natural. Se acentuaban entonces las peleas y la algarabía. Lo que pudo verse en la Plaza de Sant Jaume el día en el que se proclamó alcaldesa Ada Colau fue un espectáculo bochornoso, donde se observaron miradas y hasta acciones cargadas de odio, aunque tampoco fuese la excepción. Los políticos deberían reflexionar sobre tales acciones, que alientan, pese a que alejen a los no fanatizados. Deberíamos incrementar cualquier convivencia dialogante. De no hacerlo la acción pública acabará perdiendo sentido y hasta eficacia. Costó muchos sacrificios, que tantos no vivieron, el descubrir que los españoles eran también capaces de lograr un sosiego sin violencia, incluyendo el fin de cualquier terrorismo autóctono. Podríamos llegar a ser diferentes, aunque no del resto de los europeos. Sin embargo, parece persistir cierta actitud que no preconizan las formas de diálogo que habrían permitido a Joaquín Ruiz Jiménez titular su revista «Cuadernos para el Diálogo» (1963). Los ciudadanos empiezan a mostrar hartazgo ante el enconamiento y ventajismo de unos y otros. ¿Se advierte? ¿Fueron elegidos para alcanzar acuerdos o para demostrar cuán gallitos son en el corral o gallinero en el que cada quien trata de cantar más alto? No es fácil mantener ciertos ideales y hasta entusiasmos en el ámbito de un sistema democrático, donde el dispar voto decide, tan neutro y poco heroico, como depositar una papeleta en una urna. Pero quedan también rasgos heredados de un autoritarismo anterior y signos que perduran de una corrupción más o menos descarnada. Las instituciones humanas nunca son perfectas como tampoco podemos serlo nosotros. Sin embargo, se agradecería sustituir el gallinero desmoralizador en tantos aspectos por un terreno amplio, donde los acuerdos nazcan a plena luz. El multipartidismo que algunos anhelaban no ha hecho sino embarrar más el terreno de juego, de por sí difícil. Todo indica que va a resultar complejo lograr que Pedro Sánchez sea investido en primera instancia en el mes de un caluroso, a lo que parece, julio que trae a nuestra memoria infaustos recuerdos. Llegaremos hasta septiembre sin acuerdo sobre los límites del terreno de juego y las reglas que van a utilizarse. Queda siempre para luego, de lograr la investidura, el difícil gobierno repleto de líneas rojas que han aparecido también en municipios y algunas autonomías. El camino no va a ser fácil, porque el problema catalán se ha enquistado y seguirá tras el proceso al procès y mucho más allá. Quienes se han sentido llamados a catapultar el país hacia mayores cotas de libertades y bienestar deberían llegar a tolerarse como hacen tan a menudo en el bar del Congreso o en lugares aún más públicos. Amén.