Opinión

Las apariencias no engañan

En 1924, un tal Moisei Nappelbaum realizó una foto de Stalin. La imagen quedó reducida a una viñeta y apenas fue objeto de retoques. Quince años después, con la intención de celebrar el sesenta aniversario del georgiano Stalin – sí, ni uno solo de los dictadores soviéticos fue completamente ruso – el mismo negativo sirvió para imprimir un rostro bien diferente. Las arrugas habían desaparecido prácticamente por completo, no se veía el menor signo de manchas cutáneas o de lunares poco estéticos e incluso el cabello y el bigote parecían haber pasado por las manos profesionales de una experta peluquera. A decir verdad, Stalin resultaba más atractivo y, especialmente, más joven y suave que década y media antes. La cuestión es que, a esas alturas, las apariencias no podían engañar a nadie. Se podía o no creer que Stalin había envenenado a personajes tan diversos como Lenin o Gorky o se podía discutir si Kírov había sido asesinado porque le hacía sombra, pero lo que no tenía refutación alguna es que la URSS seguía viviendo los efectos del denominado Gran terror, que casi todos los bolcheviques relevantes del período de la revolución habían sido purgados y que millones de personas ya habían encontrado la muerte en el paredón, en las islas del archipiélago GULAG o en los campos, literalmente, muertos de hambre por los experimentos agrícolas socialistas. En otras palabras, Stalin podía parecer un galán, pero era el tirano más sanguinario que hasta entonces había conocido la Historia europea. He recordado los retoques de imagen al ver la estampa de la ministra Carmen Calvo con un cinturón que, según la fuente, está valorado en seiscientos o en más de tres mil euros. En el fondo, tampoco resulta especialmente extraño. La señora ministra ha dado muestras más que repetidas de ser una verdadera dispensadora de coces al diccionario, de abrigar una aversión por el romanticismo que haría las delicias de cualquier psiquiatra especializado en patologías graves y de impulsar un tipo de feminismo chabacano, barriobajero y cutre. Es lógico que, partiendo de esa base, intente pulir su apariencia aunque sea a costa de un dispendio que deja pasmado a cualquiera. Es lógico, pero no eficaz. Conserva iguales la ordinariez, la dificultad para expresarse medianamente y el gesto – como decía mi abuela – de que se lo están repelando. Su apariencia cinturonera engaña menos que la foto de Stalin.