Opinión

Monarquía y tribunales

El debate político gira en torno a las dificultades para constituir un gobierno estable, así como los ejecutivos autonómicos. Nunca la realidad nos había mostrado una dispersión ideológica tan profunda, tanto en ámbitos locales, como especialmente a nivel estatal. La irrupción en la vida ciudadana de generaciones que no conocieron la Transición, la globalización y el protagonismo de las redes sociales, el predominio de las ciencias tecnológicas sobre las sociales y humanísticas, y otros factores de relevancia, han cambiado el espectro electoral, dando paso a un grupo dirigente que tiene dificultad para llegar a acuerdos, privilegiando la defensa radical de su programa en perjuicio de mínimos consensos.

Esta situación de iliquidez política va trasvasando el poder social hacia el ámbito judicial, considerado más estable, y al que se atribuye una mayor imparcialidad. Sin embargo, no podemos olvidar que los tribunales y el Ministerio Fiscal no tienen por misión, ni siquiera indirecta o tangencial, la de «dirigir la política interior y exterior» de España (artículo 97 CE), ni tampoco la de «impulsar la acción de gobierno» (artículo 98.2). Los magistrados no pueden, a diferencia de los políticos, compatibilizar su función con actividades parlamentarias (artículo 98.3). Ni siquiera están legitimados los magistrados, tanto fiscales y jueces como miembros del Tribunal Constitucional, para pertenecer a partidos políticos o sindicatos (artículo 127). Aunque administren justicia en nombre del Rey (artículo 117) o promuevan la justicia por nombramiento de la Corona (artículo 124), los magistrados no pueden jamás consultar con el Rey ninguna decisión, como sí pueden y deben hacer en ciertos casos los parlamentarios (artículo 62, d) g) y h) y artículo 99).

Desde dicho punto de vista, parece claro que el Constituyente ha querido reservar la administración de justicia para ámbitos que no se confunden con la orientación política de la sociedad. Sin embargo, la defensa radical de posiciones soberanistas por parte de algunos sectores, propiciando incluso que el Parlamento catalán y entidades locales adoptaran resoluciones contrarias a nuestro ordenamiento, llegando a la reprobación institucional del Rey, está motivando la emisión de dictámenes del Fiscal y resoluciones jurisdiccionales de carácter excepcional, actuaciones surgidas de procesos que hacen frente a posiciones contrarias a la Constitución. La reciente sentencia del Tribunal Constitucional de 17-7-19 declara inconstitucional la reprobación del Rey, acordada por el Parlamento de Cataluña el 4-10-17, constituyendo un ejemplo más de esta ampliación notable del círculo de influencia de los tribunales en el espacio político.

La Sentencia del Tribunal Supremo de 1-7-19 admite que pueden anularse las reprobaciones del Rey acordadas por ayuntamientos, aunque sólo tengan naturaleza política, porque no corresponde a la entidad municipal adoptarlas, y además son contrarias a la Constitución.

El Rey es el símbolo de la unidad de España, así como de su independencia, soberanía y permanencia como nación y como patria. Es comprensible que quienes propugnan la desunión de la nación española conviertan en blanco de sus críticas a quien la representa de modo más cabal y ostensible. El Rey simboliza especialmente a la Constitución, porque como dice la referida sentencia constitucional, nuestra monarquía deriva directamente de la Carta Fundamental, porque ha nacido del poder democrático del constituyente, de un proceso que fue fruto de un cambio político pactado. La monarquía debe su reconocimiento al consenso que integró posiciones políticas en una Constitución, donde la Corona fue una parte sustancial de ese pacto. La legitimación de ese modelo de Estado se debe a la aprobación del texto constitucional por parte de las Cortes Generales, así como del referéndum que la ratificó, dando aceptación a dicha Monarquía.

Por ello, como nos recuerda el Tribunal Supremo en la referida sentencia, las instituciones públicas han de respetar en todo caso el principio de vinculación positiva a la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico.

En efecto, estamos vinculados a un sistema parlamentario, legítimo y democrático. La libertad de expresión permite posicionarse contra la monarquía, hacer campaña a favor de un cambio de régimen, fundar y sostener movimientos republicanos, incluso desafectos a la nación española. No obstante, las instituciones públicas de España no tienen derecho a la libertad de expresión, que es propia de los particulares, incluso y especialmente de los parlamentarios, pero no de los tribunales, ni de los municipios, ni de los parlamentos. Dichas instituciones traen su legitimidad de la democracia surgida y sostenida por el pacto constitucional y están positivamente vinculadas a su defensa.

Las situaciones históricas no se repiten, aunque el mito tiende a sostener esta realidad aparente. Sin embargo, en perspectiva de actualidad y recogiendo el consenso histórico, es preciso superar la rigidez política, que está descargando en los procesos judiciales la defensa de nuestros valores, que son propios de la vida civil, tanto como de la gestión política.