Opinión

Famélicos

Cristina Almeida, la juncal letrada comunista, lo ha reconocido sin resentimiento y rencor. «Durante el franquismo, pasé hambre». Poca o mucha, pasó hambre. Me sumo a su experiencia. Yo también pasé hambre durante el franquismo. En casa comíamos y cenábamos todos los días quince personas. Mis padres, sus diez hijos y tres hermanas de mi madre, que eran tres madres añadidas. Teníamos una cocinera de Oyarzun, Esperanza, con muy malas pulgas y aficionada a las espinacas, pasto del que abomino. Alimento para las vacas. Y cuando había espinacas en la comida o en la cena, pasaba hambre. Fue muy duro el franquismo conmigo, obligándome a comer espinacas. No sólo espinacas. Franco, a través de la gran cocinera de Oyarzun, me obligó a comer en los veranos, chipirones en su tinta. No me gustan los chipirones y menos aún, en su tinta. Me sientan mal. Y pasé hambre con los malditos chipirones, que casualmente gustaban al resto de mi larga familia. En ocasiones, la crueldad gastronómica del franquismo se extralimitó con mi famélica persona. Huevos revueltos con setas. Las setas no me disgustaban, pero yo era un niño sufriente que padecía de confusas digestiones, y las setas me originaban colitis, correntías y toda suerte de estercolillos líquidos. De tanto acudir al cuarto de baño, terminaba almorranado en grado sumo, y pasé hambre cuando había setas. Sufrí mucho con el hambre en el franquismo, y de ahí mi solidaridad con Cristina Almeida.

Porque Cristina fue una doble víctima. Mi familia no era franquista. En mi casa teníamos un Rey en el exilio, Don Juan III, que en el franquismo era considerado un rojo peligroso. Pero el padre de Cristina Almeida era franquista, y pertenecía a la clase media-alta de Badajoz. Fue detenido por el Frente Popular durante la guerra, y se salvó de ser fusilado por los pelos. Es decir, que el franquismo no agradeció a los Almeida su identificación con el Régimen, lo cual hace que el hambre de Cristina fuera mucho más angustiosa y dolorosa que mi gazuza por culpa de las espinacas, los chipirones y las setas. Paseaba Cristina, ya terminada la guerra, por las calles de Badajoz y la gente comentaba a su paso con lágrimas en los ojos. «¡Pobrecilla, qué hambre tiene que estar pasando!». Porque la gente, en el fondo, es buena y misericordiosa, amén de caritativa. Y Entonces le daban unas perrillas para que comprara dulces, caramelos, chocolates, pirulíes, gominolas y demás travesuras chucheras. Y claro, pues eso.

Después, ya instalada en Madrid, Cristina destacó por su sabiduría jurídica. Se hizo de izquierdas – consecuencia del hambre–, y trabajó a destajo y bien como abogada laboralista. Me temo que sus clientes no le pagaban las medidas minutas, y siguió pasando hambre. Con la transición le llegó el momento, formó parte de la cúpula del PCE, fue parlamentaria, y poco a poco se despegó del hambre superada, y así hasta hoy, que ha tenido el valor de reconocer su infancia y juventud famélicas. Un ejemplo a seguir por Alberto Garzón, su compañero de ideas, que se gastó 100.000 euros en el banquete de su boda, y se largó de viaje de novios un mes completo a Nueva Zelanda, según sus palabras, «como un español más». Me molestó no ser «un español más», por no haber viajado jamás a Nueva Zelanda, pero supe dominarme y perdonarlo porque la felicidad de la boda nubla en ocasiones la capacidad analítica de los contrayentes.

Resulta sorprendente que Cristina haya dejado pasar tantos decenios para hacer pública su condición famélica durante el franquismo, pero simultáneamente nos ayuda a admirar su resistencia y ardiente capacidad para la lucha obrera. He coincidido con ella, años atrás, en muchos programas de radio y televisión, y nos hemos respetado y tratado con toda cortesía. Probablemente, esa sintonía proviene de nuestras experiencias famélicas durante el franquismo, aunque los dos ignorábamos las penalidades del otro.

Viene de familia, al menos de la mía. El padre del tatarabuelo de mi tatarabuelo materno, pasó hambre, pero hambre de las gordas – y no hay intención de ironía–, durante el reinado de Carlos III. Lo sé de buena tinta. Y creo que ha llegado el momento de perder el pudor y reconocerlo públicamente para no dar opción a malentendidos y erradas interpretaciones. A pesar de ellos, como también en mi familia somos duros para el sufrimiento y sabemos perdonar, la mayoría de los que quedamos vivos seguimos siendo monárquicos.

Ejemplar Cristina. Y ejemplar asimismo, el que firma, que no soy otro que yo.