Opinión
De la vejez y la soledad
Hace unos meses en un cartel de las vallas publicitarias de las estaciones de metro una mujer mayor miraba melancólicamente a través de una ventana y al lado de su figura podía leerse la frase que revelaba su pensamiento: «Nunca habría pensado que la soledad era lo peor que me podría pasar». En Gran Bretaña se constituyó ya algo así como un Ministerio de la Soledad. Y a ella se dirige también nuestra envejecida sociedad. Quienes alcanzan por fortuna la vejez saben que resulta tan irremediable como los achaques que comporta. Pero pueden combatirse porque no tienen por que ir asociadas. Estar sólo no equivale a sentirse solo y ser viejo tampoco equivale a vivir dramáticamente la última etapa de la vida. Sin embargo, el 30% de la población española se siente sola. Buena parte de ella sufre del aislamiento social que deriva de la jubilación, problemas familiares, incapacidad para entender lo que supone el integrarse en una sociedad pensada para jóvenes y adultos, integrados en la sociedad productiva. Hay quienes, sin embargo, entienden la soledad y hasta la vejez como un premio. A mi juicio, puede serlo, pero de consolación. El problema de la vejez apasionaba a los pensadores morales clásicos. Cicerón escribió un tratado sobre ella que supuso el tormento de las traducciones del latín en los últimos cursos del Bachillerato que cursé. Estoy refiriéndome a los conceptos cotidianos, no tanto a la filosofía moral que de ellos puede desprenderse.
La soledad ha sido y sigue siendo un gran tema de análisis para la filosofía y las artes porque arranca de un dilema: ¿el ser humano es una criatura solitaria o, por el contrario, es un ser social que requiere de la compañía? Podrá tratarse también de un malentendido que arranca de una dificultad imaginaria, porque la primera pregunta que se me ocurrió formularle a la anciana leyendo su lema fue: ¿En serio que a tu edad, con la experiencia de tantos años de vida, nunca pensaste que estabas sola o que podrías estarlo? Divulgar este mensaje pretendidamente cándido sobre una soledad que se manifiesta como inesperada e injusta es un ejercicio estéril, porque la única realidad del ser humano es que se muere en soledad. Y hablo de una soledad radical, por utilizar un término orteguiano, en medio de la cual todos nosotros dejamos que la vida discurra sobre su propio curso. Si la anciana que nos muestra el cartel llegase a la conclusión de que no está más sola que cualquier otro ser humano; que necesita atención, que la vejez puede verse como un desafío apasionante y que tantos años de recorrido le han permitido conocerse a sí misma lo suficiente como para poder aprovecharse ahora sabiamente de ello, esa soledad traumática podría desvanecerse, tal vez, como un azucarillo. En las «Meditaciones» de Marco Aurelio podemos leer: «Dale la vuelta y contempla cómo es, y en qué se convierte al envejecer, al enfermar, al sufrir. Corta vida tiene el que alaba y el que es alabado, el que recuerda y es recordado. Y encima, en un rincón de este hemisferio donde no todos marchan armónicamente, ni uno consigo mismo. Y toda la tierra es un punto». Luis de Góngora se inspiró en él para sus «Soledades». Tal vez unos pocos alcancen la placidez y la armonía, fruto de las experiencias vitales, en una vejez de la que ya no será capaz de desprenderse. Y no voy a repetir los tópicos de los jóvenes viejos y los viejos, símbolos de juventud. No estoy exaltando la misantropía ni el rechazo al prójimo a lo Thoreau, ni tampoco discuto la imprescindible atención que requieren tantas personas de edad con alguna dependendencia. Muy al contrario, podrá partirse de la condición humana, fomentando la aceptación y viendo astutamente cómo podemos inmunizarnos ante ella. Tampoco me parece adecuada la cansina distinción de soledades. Pero eso podríamos formularlo de cualquier experiencia vital: el amor, el trabajo, la libertad, incluso la muerte, pueden ser deseados o indeseados sin que eso cambie el hecho fundamental: ahí están y son nuestros retos permanentes. ¿O es que en otros ámbitos que no sean los relacionados con la vejez y la soledad realizamos cumplidamente todos nuestros deseos?
Lo importante es que no estamos inermes ante las experiencias que nos ocurren. Me inquieta la imagen de esa anciana de buen aspecto y la actitud todavía erguida exponiendo su penosa indigencia. El anuncio disuade de la acción y fomenta una injusta sensación de fracaso vital. Pero tampoco deberíamos abandonarnos a situaciones aparentemente más cómodas. Si somos capaces de transformar unos granos de trigo y unas almendras en una maravillosa tarta, si de un salto de agua obtenemos luz, si de unos peñascos fuimos capaces de levantar catedrales, por la misma razón podemos, y debemos prepararnos mentalmente para la vejez, pensándola como una etapa definitiva con la que, si hay suerte, cerraremos nuestra biografía. ¿Cómo prescindir o no disfrutar de los últimos y decisivos toques? Nuestra sociedad informática y burbujeante tiene ante sí un gran desafío y no cabe reducirlo a las tan problemáticas pensiones.
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