Opinión

La fiesta del trono

Hace veinte años que el monarca alauí, Mohamed VI, llegó al poder. No solo reina sino que, también, gobierna y en él descansa el futuro de Marruecos. El país se enfrenta a retos de gran envergadura puesto que la modernización que se ha producido en algunos sectores, como las infraestructuras, no ha podido extenderse en el campo de lo social. La posición estratégica que ocupa Marruecos, en la actualidad, hace que se observen con atención los cambios que deben producirse. Por un lado, se trata de un país que juega un papel fundamental en el devenir del norte de África y que no ha sucumbido a las tesis más radicales del islamismo.

Por otro lado, ocupa un lugar en la política exterior de la Unión Europea, y también de los Estados Unidos, sirviendo de equilibrio en una zona que, en cualquier momento, podría llegar a ser especialmente convulsa. Los intereses de Marruecos en su política exterior parecen bien determinados pero resulta bastante necesario que se produzcan profundas reformas en el interior del país. Esto se desprende del discurso pronunciado por el monarca en Tetuán. Marruecos no solo se enfrenta a desigualdades y disparidades sociales sino, también, a un problema de carácter territorial que se concentra, sobre todo, en la zona del Rif.

La adopción de medidas económicas que tengan una intensa repercusión social resultan imprescindibles si el régimen pretende continuar en el poder. Esto debe hacerse, sin duda, en las zonas más deprimidas. Por ahora, más allá de una cuestión de identidad lo que se suscita es un problema de contenido social que, por las palabras, ha explicitado el propio Mohamed VI en su alocución. La estabilidad de Marruecos resulta esencial para Europa y, en particular, para España, pero esta solo se puede lograr con la adopción de medidas que reduzcan la desigualdad que sufren determinados sectores de la población y, también, algunos territorios. Mientras se logra, siempre permanecerá la sombra relativa al respeto de los derechos humanos.