Opinión

Viviendas ideológicas

Los urbanistas hacen ciudad y sus elucubraciones no son meros cálculos técnicos. Pergeñan modelos de ciudad que incidirán en la vida de sus habitantes y así, por ejemplo, un urbanismo desmemoriado, insensible hacia los cascos históricos o edificios emblemáticos, haría que se esfume la memoria de su pasado; un urbanismo que expanda la ciudad mediante urbanizaciones cerradas, contribuye a que el paseo de toda la vida acabe en pasilleo de centro comercial, desapareciendo la «vida de barrio», en el sentido más saludable y humano de la expresión; o un urbanismo que no aleje los centros fabriles o productivos contribuirá a que actividades tan agresivas generen un ambiente urbano áspero, bronco.

Aparte del aspecto estrictamente humano, ceñido a la calidad de vida, hay otros no menos relevantes como los que inciden en el precio del suelo, luego de la vivienda, lo que afecta a que las nuevas generaciones tengan posibilidades ciertas a su alcance para adquirir una vivienda, premisa necesaria para independizarse y desarrollar un proyecto de vida, formar una familia, etc.; y, en fin, no es lo mismo propiciar edificios-colmena, que edificaciones más humanas.

Pero aparte del «hacer ciudad» está el «hacer casa». No me refiero a las normas de calidad en la edificación, sino a cómo se conciba una casa normal en la que una familia pueda vivir y desarrollarse. No es lo mismo casas pequeñas y que abocan a familias reducidas, mínimas y convivencias difíciles, que otras que permitan su crecimiento o, llegado el caso, acoger a los mayores mientras puedan hacer vida de familia; como tampoco es lo mismo generar una escasez de suelo que propicie edificios mamotréticos, en los que se ignore quien vive al lado, impidiendo, dentro de lo tolerable, una sana vecindad.

Leo que el Gobierno vasco está trabajando en un borrador de decreto de habitabilidad. Prevé ampliar la superficie mínima de la cocina para favorecer la «convivencia» de una pareja y evitar el aislamiento de las mujeres en la cocina; además exigirá que la cocina esté cerca de la sala de estar para una mayor «movilidad»; también aumentar la superficie exigible para sala de estar y que no haya espacios «jerarquizados» en los que, por ejemplo, la habitación reina sea el dormitorio paterno frente a los habitáculos de los hijos. En fin que esto es más que activismo de burócratas lo prueba que la autorización de habitabilidad dependerá de que los diseños propicien hogares igualitarios y ajustados a la ideología «de género».

Muchas de estas cosas no son novedosas. Por ejemplo, ya antaño la vida se hacía en las cocinas porque era el lugar más caldeado, ahora se vuelve a la cocina y es más frecuente su uso para estar, aparte de desayunar, comer o cenar; o que el dormitorio matrimonial ceda metros a los de los hijos o que estos lo ocupen y los padres vayan a otro menor, también es práctica habitual, como puede serlo unificar la cocina con la sala de estar, ganando espacio y comodidad. Y así podríamos seguir.

Pero lo relevante es que eso venía y viene de la libre determinación de los moradores, no de lo que disponga un decreto ideado por una consejería –socialista, para variar– empeñada en imponer un modelo de vivienda que responda al tipo de convivencia diseñada desde planteamientos ideológicos. Más valdría que los burócratas, en vez metérsenos hasta la cocina y planificarnos la casa, ideasen viviendas ajustables a las necesidades de los moradores; y, desde luego, menos intervencionismo y más empeño para que acceder a la vivienda sea algo hacedero, no un artículo de lujo que endeude toda una vida.

Más intervencionismo, la libertad cada vez más asfixiada y más espacios ocupados por una dictadura silente: a cómo debemos hablar, cómo debe ser nuestro ocio, qué debemos comer y qué no, a qué colegio debemos llevar a nuestros hijos o qué debemos odiar, se añade cómo debemos organizar nuestras casas. Se olvida algo elemental: que el poder público se ejerce para facilitar la libertad de las personas. No es un deseo sino un mandato constitucional que los poderes públicos deben promover la libertad y remover los obstáculos que impidan su plenitud; su papel no es tratarnos como incapaces sujetos a su tutela planificadora.