Opinión

Elecciones USA: suicidio demócrata

Trump ganó en el 16 con casi tres millones de votos menos que los demócratas, la mayor parte de ese superávit localizado en la populosa California, donde los republicanos son casi políticamente inexistentes. Otra cuenta más realista, que significa empate virtual, pero derrota real, fueron los 150.000 votos de ventaja que obtuvo el partido de Trump, entre los estados nordistas de Pensilvania, Míchigan y Wisconsin. Con las tornas cambiadas y los sufragios adecuadamente distribuidos, los entonces perdedores hubieran conseguido la mayoría en el colegio electoral. En las elecciones intermedias del 2018, los demócratas ganaron una buena pero no arrolladora victoria en la Cámara de Representantes, pero el partido del presidente mantuvo, por un pequeño margen de escaños, el decisivo control del poderoso Senado.

En el 2020 las presidenciales se vuelven a jugar en esos tres estados y cuatro más, que seleccionan un apreciable número de grandes electores, y donde la opinión de los que acuden a las urnas está dividida muy aproximadamente por la mitad, de modo que pequeñas diferencias en los resultados suponen mantener o perder la Casa Blanca. En ellos se dará la máxima intensidad de las campañas, pero sin perder de vista las múltiples elecciones parlamentarias, estatales y locales que se celebran simultáneamente.

Para Trump y su partido las elecciones son un referéndum. Desde su sorprendente aterrizaje en la política, su atípica y nada presidencial personalidad es un revulsivo de aborrecimientos, entusiasmos y, en algunos casos, dudas. Lo que cuenta es la transmutación de esos sentimientos en sufragios. En democracia, frecuentemente, no se vota tanto a favor, como en contra de quienes detentan el poder o de quienes quieren remplazarlo. En esta ocasión, no ha habido ni cien días ni cien minutos de prueba. Desde el momento cero de su victoria, el partido demócrata se declaró en «resistencia» contra el nuevo presidente y puso en la picota su legitimidad. Un sector intelectual republicano se agrupó en torno al lema «Trump, nunca». La guerra ha sido y sigue siendo implacable. A pesar de todo el encono de la beligerancia de los grandes medios, no se le ha podido probar ninguna violación de la ley. Ni colusión con el régimen de Putin, ni obstrucción a la justicia. Por el contrario, la mala fe de las acusaciones ha quedado puesta de manifiesto, así como el patente favoritismo del FBI respecto las graves irregularidades de la exsecretaria de Estado y entonces candidata, Hilary Clinton.

Cuando la ducha fría de la exoneración de Trump congela los sueños de impeachment de los demócratas, para alivio de su líder, la implacable pero realista Nancy Pelosy, plenamente consciente de que esos sueños eran en realidad perjudiciales delirios, la dominante izquierda del partido vuelve a la carga renovando los ataques en dos frentes: Primero el judicial, de tanto peso en la motivación del voto en las elecciones presidenciales, siendo así que uno de los grandes éxitos de Trump entre los suyos es haber realizado grandes progresos en la designación de jueces «originalistas», los que defienden la Constitución ateniéndose a su inequívoca letra, frente a los sedicentes progresistas que han ido «creando» leyes fundamentales, como el aborto o el matrimonio homosexual, mediante sentencias del Supremo, saltándose las exclusivas atribuciones legislativas del Congreso, y arrasando el federalismo, al imponérselas por tal método a los 50 estados, blandiendo la doctrina de que los padres de la Constitución eran progresistas, como sus intérpretes o más bien tergiversadores actuales, y hoy dirían lo contrario de lo que pusieron por escrito en la Ley Fundamental. El penoso y finalmente fracasado circo de calumnias que el pasado año montó el partido demócrata para bloquear la propuesta de nombramiento de un nuevo magistrado del Supremo, el juez Kavanaugh, ha vuelto a rebrotar en los últimos días, con nuevas acusaciones de actos impropios en su remota adolescencia, tan carentes de pruebas como las del año pasado.

Días después de esa nueva y vetusta arremetida en el frente judicial, amanece radiante una nueva esperanza de realización del sueño del impeachment, pesadilla a la que la señora Pelosi no ha podido resistirse, ante el peligro de que el partido se le escape de las manos. Se trata de una conversación del presidente americano con su colega ucraniano, a propósito de ciertos chanchullos en aquel país del hijo de Biden, cuando el ahora candidato demócrata mejor situado para el 2020 era el vicepresidente de Obama. Por una vez Trump se ha plegado al clamor de su partido y ha sido presto haciendo público el texto de la conversación. Ciertamente no debió haberse entrometido y debió haber dejado que la investigación siguiera el regular procedimiento judicial. Uno de los problemas de Trump es que no distingue entre lo personal y lo institucional y quiere dirigir el país siguiendo los métodos, ya de por sí a veces dudosos, que utilizaba para dirigir sus empresas. Pero una vez más el asunto puede muy bien ser para los demócratas un tiro que les sale por la culata, hasta el punto de que algunos piensan que se puede haber tratado de una maniobra de la izquierda del partido para derribar a Biden de su primer puesto en la lista de candidatos, pero también el más «moderado». Trump busca enfrentarse con el más radical posible y su base se enardece con los intentos de derribarlo a espaldas de las urnas, corroborando su convicción de que sus rivales consideran que contra ellos, los «deplorables», todo les está permitido. Por lo demás, pequeño detalle, para que el impeachment se haga realidad, se necesitan dos tercios de los votos del Senado y eso es una imposibilidad metafísica. En tres intentos en la historia de los Estados Unidos, ninguno prosperó.