Opinión

En Cataluña, hoy

Cuando los regionalismos quieren mandar a través de nacionalismos (y con su presión doctrinaria terminan provocando bolsas de incontrolados que se mueven entre métodos y actitudes de coerción violenta) desarrollan siempre tres fases. La primera es alentar esas conductas, pero negar que existan. La segunda empieza cuando la evidencia de víctimas objetivas imposibilita negar los hechos. Entonces se pasa a alentar esas conductas, pero afirmando que son sucesos aislados. La tercera fase sería cuando ya, sin ningún tipo de escrúpulo, se alientan en privado y se condenan en público; un clásico escenario de vicios privados y virtudes públicas. El nacionalismo vasco es un ejemplo de libro. La inquietante pregunta que nos hacemos ahora en Cataluña es si nos dirigimos hacia un ciclo parecido.

Si para tener una visión del mundo sintonizáramos únicamente TV3, podríamos pensar que sí. Parece mentira cómo se ha encapsulado en la emisora toda una parte del espectro profesional cuya ideología es la del nacionalismo de campanario, el toque de rebato. Todo son supuestas urgencias y afrentas ridículas que siempre quedan en nada; la banda sonora perfecta de fondo que podría desear para no perder la motivación un tipo que se pasara el día fabricando detonadores en la oscuridad de un cobertizo.

La realidad por suerte es bastante diferente afuera. Están los que piensan que nos iría mejor separados del resto del país y los que piensan que nos iría mejor unidos. La parte más biliosa del primer grupo es la que hace más ruido, pero no necesariamente la mayoritaria. Usa un tono de superioridad condescendiente y una pedagogía del odio según los cuales el resto del país sería poco menos que un montón de morenos rijosos y mandones llenos de caspa y malos modos, unos bárbaros gandules e incivilizados.

A día de hoy, la fanática y racista facilidad con que las abuelas de mercado se complacen en esa visión tan burda y taruga del prójimo es lo que más me avergüenza de la zona en que nací y que habito. Por suerte, la propia ambigüedad en que navegaron los impulsores del «procés» (para disimular el triste hecho de que su plan confiaba estúpida e ineptamente en la improvisación) es una base demasiado endeble para conseguir una fanatización total, de piedra picada, de aquellas por la que te juegas la vida.

Entre los constitucionalistas hay menos desánimo que entre los separatistas, pero están a sus cosas. Son gente que detesta molestar. Se desmovilizan rápido y solo se reactivan en situaciones de emergencia. Eso le viene de perlas a Iceta, cuyo usuario natural es el votante desmovilizado y bailón. La desunión del constitucionalismo es tan espejismo como lo fue su unión. Divergen en si constitucionalismo es querer esta Constitución o desear que todo paso político se atenga a la Constitución. Los que todavía no han resuelto esa ecuación se refugian en un limbo llamado Ada Colau.

La inepcia de Mas, de Torra, de Puigdemont, sus proclamas numantinas para luego no cumplir sus promesas han hecho su agujero finalmente en el subconsciente separatista. El catalanismo está ahora replegado sobre sí, enfadado con sus adversarios y consigo mismo. Siente que ellos son estupendos pero que sus líderes no sirven para nada y les han vendido. Pero no nos equivoquemos: siguen pensando que son diferentes y mejores. Simplemente, buscaran otros caudillos, y no faltarán oportunistas y cínicos que halaguen esa debilidad. Mientras tanto, aquí nos conformamos con que no aparezca un «Unabomber», porque sabemos que, de hacerlo, los políticos locales se pondrían, inmediatamente, a rebufo de tal circunstancia.