Opinión

El lago español

En una Tribuna de hace ya dos años y medio (Carta de Elcano, 25.03.2017) un imaginado –por mí– Juan Sebastián de Elcano se dirigía a Uds., queridos lectores, para anunciarles el cercano V Centenario de su hazaña de rodear el mundo. A la vez daba algunos brochazos sobre las creencias y esperanzas de la época. Tal como pronosticábamos, la Armada española ha hecho un gran esfuerzo para estudiar y revivir aquel hito que supuso el comienzo de un primer ensayo de globalización digno de tal nombre. Un gran número de prestigiosas instituciones y expertos nacionales están contribuyendo a que este aniversario se esté convirtiendo en un éxito patriótico y científico. En el Museo Naval de Madrid se ha organizado una preciosa exposición temporal en la que todo el que lo desee puede revisar cartas náuticas, documentos, maquetas, armas, etc. relacionados con esta increíble hazaña. Especialmente delicado era el asunto de la contribución portuguesa a una empresa netamente castellana como aquella, dado que a Fernando de Magallanes se le dio el mando de una expedición, que de triunfar –como sucedió finalmente– podría acabar con el monopolio que nuestros vecinos ibéricos ejercían sobre el tráfico de especies desde las Molucas. Esta exposición del Museo Naval hace un verdadero esfuerzo en reconocer esta contribución portuguesa. Pero no a la primera circunvalación de nuestro planeta –que se realizó evitando todo contacto con ellos– sino indirectamente a través de sus aportaciones previas a la navegación de altura y al conocimiento del Océano Índico materias estas en que nos llevaban cierta ventaja al inicio de nuestro Imperio. El lema de esta exposición comienza con: «Fuimos los primeros». Verdad histórica innegable pues los españoles abrimos el Pacífico a la navegación europea. Pero es que además lo cruzamos con regularidad –casi en exclusividad– durante unos doscientos cincuenta años. De ahí lo del Lago español. Agua con tierras hispanas en sus dos orillas, aunque lo de «lago» –por sus dimensiones– encierre una cierta ironía.
A Magallanes se le encomendó –tras varios intentos previos– llegar a las Molucas navegando hacia poniente y casi lo logra. Pero lo mataron antes, en las Filipinas. A Elcano, nuestro Rey Emperador Carlos no le pudo encomendar nada pues estaba inicialmente muy abajo en el escalafón de la empresa; fue él el que decidió por su cuenta –con una de las dos naves supervivientes– continuar navegando hacia occidente culminando así la primera vuelta al mundo. Recordemos una vez más que el permanente encargo regio era abrir las comunicaciones con las islas de la especiería, no rodear la Tierra. Magallanes no lo pudo cumplir. Lo de Elcano fue en cierto modo un blanco de oportunidad. Una oportunidad para la que había que tener mucha iniciativa, valor, habilidad náutica y una abnegación fuera de lo común. El comienzo de esta hazaña que conmemoramos ahora fue en cierto modo improvisado. Todos los hechos heroicos suelen empezar así.
Repito que considero que el lema «Fuimos los primeros» esta certeramente escogido. Pero si yo estuviera autorizado para añadir una segunda reflexión más allá del tema estricto de la exposición, esta sería: «Y con que poco lo hicimos». Me refiero a lo de mantenernos en las Filipinas y en las islas del camino durante cientos de años pese a los escasos recursos que la lejana metrópoli asigno al Pacífico. La conquista de Filipinas por Legazpi y nuestro posterior largo asentamiento fue posible porque las potencias asiáticas –China y Japón básicamente– estaban mirando hacia dentro y enfrascadas en problemas domésticos, mientras que los otros europeos –los portugueses– eran demasiado débiles para enfrentarse permanentemente a nosotros. Nuestras guarniciones y buques de guerra en el Lejano Oriente fueron, siglo tras siglo, tan escasas que fue realmente un milagro aquello del Lago español y el que pudiéramos mantener durante cientos de años, la comunicación entre las Filipinas y la costa occidental de México. Nuestro Imperio –especialmente con los Habsburgo– siempre fue eurocéntrico. Las dos ramas de esta dinastía –la hispana y la germánica– siempre soñaron con unificar Europa bajo la fe católica. América y el Pacífico fueron considerados teatros subalternos de donde procedían los recursos económicos para mantener aquellas percibidas como esenciales, guerras de unificación europeas. Luego llegaron los Borbones y el universalismo de los Habsburgo fue sustituido por un seguimiento de Francia que a medio plazo no le sentó nada bien a nuestros intereses en Ultramar. Pero la magnitud de la empresa americana obligo a invertir un recurso humano del que Castilla solo disponía en número limitado. El parto de América en cierto modo desangró aquella generosa Castilla sobre la que se funda nuestro concepto actual de España. Lo dimos todo –nuestra mejor gente– en América y la huella cultural permanece allí mientras que a las Filipinas ya llegamos exhaustos –quizás con más misioneros que colonizadores– y nuestra herencia ha desaparecido casi por completo. Con lo poco que invertimos fue un verdadero milagro que pudiéramos mantenernos en el Pacífico. Cuando en 1898 aparecieron unos EEUU llenos de energía expansionista y escasos escrúpulos, solo necesitaron soplar un poco para que toda nuestra larga presencia en el Pacífico desapareciera; como si nunca hubiera existido. Pero vaya que si existió. Quizás debamos a aquel puñado de hombres españoles que hicieron aquello posible durante siglos el reconocimiento –aun tardío– por sus hazañas. Cabría aquí, parafraseando a Churchill, decir aquello de que nunca tantos en el Imperio español debieron tanto a unos pocos marinos y soldados como en el Pacífico. En el Lago español.