Opinión

Daños colaterales

Es casi imposible vivir en Cataluña y no sentirse afectado por las manifestaciones que se iniciaron el pasado lunes día 14 tras las condenas dictadas por el Tribunal Supremo. La rauxa se expresa con saña y pudimos contemplar en televisión los rostros de jóvenes catalanes, empujados por el incógnito Tsunami Democràtic –cuyo origen se sitúa en las Antillas– combatiendo a brazo partido con las policías y guardia civil que trataban en la Terminal 1 del aeropuerto barcelonés, en la estación de Sants, en Girona, Tarragona o Lérida, de contener su agresividad. Y los centenares de incendios en el centro de las ciudades catalanas mostraron la violenta actuación de enmascarados que mostraron los dientes de la violencia de esa, dícese que minoría, mezclada entre los manifestantes. Los actos ya no pueden calificarse de pacíficos, las sentadas se tornan agresivas, ni la ocupación del aeropuerto que dejó dos heridos y más de un centenar de detenidos, ni los miles de viajeros atrapados, algunos de los cuales proclamaban que no regresarían jamás a esa Barcelona anárquica que revive, ni los que en estos días deberán sortear las marchas por autopistas y carreteras. Las duras penas impuestas no sólo no cierran heridas, sino que ni siquiera suponen desde la perspectiva política un sendero hacia el fin del conflicto histórico entre catalanes y una parte de ellos con el resto de España. No va a diluirse nada con sentencias judiciales. Lo sabíamos desde el principio, cuando Mariano Rajoy y Artur Mas decidieron no entenderse. El café para todos de la Transición fue el gran error, junto a las modificaciones del Estatut, que nos han conducido hasta la presente crispación. Algunos políticos se saltaron leyes y cometieron delitos. Pero estamos donde estamos y aquel mal gobierno, parte en la cárcel y parte en un voluntario exilio, se reproduce en el president Torra, que corre a Waterloo a recibir instrucciones de quien observa y alienta el radicalismo con cerveza belga. Pero es el actual quien incita a la rebeldía y, a la vez, reprime con cargas policíacas. Es él quien confunde activismo con gobierno y encabeza una de las Marchas Democráticas que han de coincidir el viernes en la capital catalana. Buena parte de las CDR, tan bien organizados, elaboran las tácticas de los manifestantes –guerrillas urbanas– y organizan boicots. Utilizan brigadas de jóvenes disciplinados, bajo consignas emanadas del poder independentista en sillones de despachos: «Volveremos a hacerlo».
Se da la feliz circunstancia que están por llegar elecciones generales, el traslado de los restos de Franco, y en el fragor de las disputas por el voto tal vez los ánimos vayan enfriándose. La alternativa ni es fácil y tal vez se haya dejado pudrir en exceso un problema que desde el resto de España se contemplará sin entender sus raíces. ¿Qué hacer? es lo que la mayoría de políticos y comentaristas se pregunta ahora y desde mucho antes de la sentencia. Parte de los políticos a los que retribuimos para que solucionen problemas (aunque van incrementándose), parecen decididos a observar y manifestarse sobre una muy improbable república catalana, que ha de llegarnos gracias a sus méritos teatrales. Los hechos, según los jueces, fueron como un ejercicio retórico. Se trataba de dar el pego y lograr sentar a la mesa al estado español. El tan brillante Artur Mas inició este repliegue que nos conduciría al peligroso radicalismo. Puigdemont fue incapaz de digerir un tuit –o lo que fuera– de Rufián, ejemplo ahora de moderación. Las elecciones darán respuesta a qué hacer, aunque no cómo, porque me temo que, salvo organizar alteraciones públicas buscando los réditos internacionales, tampoco saben hacia dónde dirigir sus ojos.
Posiblemente no sea ahora el momento propicio para tratar de diseñar un movimiento táctico a medio plazo. Ni los socialistas saben ya dónde situarse, ni la derecha puede o quiere enfrentarse con el hueso más duro de roer. Cataluña seguirá siendo aquel problema irresoluble. Pudimos elegir la centralización, a la que fue sometido el vecino estado francés, pero nuestra Ilustración nunca llegó a cuajar. Debemos partir de lo que tenemos, las autonomías, y trazar desde ellas, más o menos federalistas, una vía posible a lo desconocido. Quien proclama que el estado español hoy es fascista no sabe de lo que habla y desconoce lo que supuso un régimen totalitario. En nuestras arterias, ya democráticas, observamos finos hilillos de franquismo. Tampoco Europa puede acompañarnos en este camino. No lo hizo en tiempos más duros, ni siquiera en aquel liberalismo decimonónico. Estos jóvenes más o menos incendiarios y violentos, como nuestros ilustres expatriados, pretenden que Europa y el mundo vean que Barcelona, Cataluña y también España no resultan ya lugares seguros. Me entristece que Cataluña siga degenerándose sin conseguir identificarse. No nos faltan libertades, sino ideas, acciones. No deberíamos ir tirando lo que se logró, que no es poco. Mientras tanto, miembros del gobierno acompañan por las carreteras catalanas a quienes han de salvarnos. Así no, gracias, acudan al rincón de pensar.