
Opinión
Lejos del humanismo
H ubo tiempos en el pasado en los que parecíamos navegar entre paisajes impulsados por un ideal liberador. El hombre se concebía en el centro del mundo y el hecho no se debía tanto a dónde hubiera nacido o su condición social como a los derechos que poseía como ser humano. Las mujeres nos han hecho ver posteriormente el carácter androcéntrico del ideal humanista, pero nos puede servir ahora igualmente. Basta con comprender el alcance de la palabra humanidad. Sin embargo, no hay modo de dejar atrás la violencia y la capacidad autodestructiva que tenemos y que al parecer nos mueve en acciones que van, pese a lo que pueda parecer, contra nosotros mismos. La violencia que vemos, hemos visto, estos días en Barcelona –que sí fue, cuando así lo quiso, capital cervantina de sonrisas y cortesía–, así como otras violencias, próximas y lejanas que sacuden el ánimo y dan mucho en qué pensar recuerdo las palabras del esperanzado (lo digo por sus Memorias y esperanzas españolas) y católico progresista, José Luis L. Aranguren: «El humanismo verdaderamente nuevo y verdaderamente humanitario será, pues, aquél que, por primera vez en la historia, luche, sin apelar a la violencia, contra todas las violencias: contra las violencias establecidas y contra las violencias que se quieran establecer». Palabras de 1957 de un profesor de ética. Gandhi lo llevó a la práctica con cierto éxito, y lo mismo haría, inspirándose en su icónica figura, el sudafricano Mandela. En 1957 los rescoldos de la segunda guerra mundial seguían vivos: se había atentado de forma gravísima al corazón del humanismo. La escuela de Frankfurt, con Adorno a la cabeza, así lo vio. Parecía no haber salida después de unos años de odio extendido más allá de lo imaginable, parecía no haber futuro, pero lo hubo. Aranguren se inspiraba en el aliento, siempre vivo, de quien busca las raíces esenciales de la bondad, compañera inseparable del odio: la hemos visto en acción en esos cordones de seguridad que no siempre funcionan, pero se aprecia la voluntad de oponerse al odio con un gesto de paz. ¿De dónde procede tanta hostilidad? Es una pregunta que no podemos dejar de formularnos. ¿Qué debe ocurrir para que el nacionalismo adquiera la dimensión fanática, ciega a los inmensos perjuicios que causa, que observamos con dolor estos difíciles días post-sentencia? La espoleta se hizo visible a raíz de las crudas declaraciones de Elisenda Paluzie, presidenta de la ANC: adelante con la violencia si con ella ocupamos las noticias internacionales. Es todo muy simple: bienvenida la violencia si nos da publicidad. Es tan simple como espantosamente inquietante.
¿Cómo desprenderse del fanatismo que ha colonizado las mentes de gente sensata y explícitamente humanista en muchos casos? ¿Cómo no pensar en Hegel cuando se mostraba convencido de que la cultura podía ser útil para domesticar la barbarie que llevamos dentro? La alegre abdicación que hemos hecho de los ideales humanistas, confiando el futuro en la tecnología y la globalización nos está pasando factura. La factura está alcanzando cifras preocupantes en Cataluña, solo dulce cuando quiere. Las multitudinarias manifestaciones pacíficas a las que estábamos acostumbrados en los últimos años ya apuntaban su lado oscuro en una frustración que iba creciendo en intensidad y en expectativas. Ahora unos grupos violentos dicen que las calles son suyas. Antes, años 60, en pleno franquismo, también Fraga Iribarne aseguró que las calles eran suyas. ¿De quién son las calles? Las calles son de todos, este es un principio de convivencia que bajo ningún concepto se debería olvidar, porque si no lo son implica que funciona la intimidación. Y eso nada tiene que ver con la democracia.
Quienes muestran su ánimo violento a través de conductas impropias, destructivas y cargadas de agresividad, están impidiendo que nuestra sociedad se ocupe de problemas muy graves a los que debe, debería, enfrentarse: una creciente desigualdad social, trabajos que están muy por debajo del mínimo de dignidad esperable en una sociedad evolucionada como la nuestra, una juventud que necesita recuperar la esperanza en la política y en las instituciones, una educación que debería consensuar unos mínimos estándares exigibles. Son tantas las preocupaciones que no necesitamos echar gasolina a los pequeños volcanes que proliferan por doquier. Porque crecemos en democracia, porque la gente es mucho más consciente de la explotación, porque todos deseamos un mundo mejor. Contra el verso de Jorge Guillén podríamos decir que el mundo no está bien hecho. Y es que el mundo depende de nuestra capacidad de mejorarlo o empeorarlo. No vayamos por la senda de la marquesa de Pompadour, amante de Louis XV, quien cuando en Versalles se la advertía de ciertas manifestaciones inquietantes en contra del monarca respondió: «Después de mí, que venga el diluvio». Debemos rechazar la indiferencia ante lo que tantos esfuerzos llevó construir. Recuperemos el humanismo, la fe en el ser humano y en su capacidad para el bien. No hay otro modo de luchar contra la insolidaridad que sopla en estos amargos tiempos. Tiempos de destrucción.
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